Cuatro miradas a un cónclave

La vida está hecha de contrastes y la verdad suele surgir de las hendiduras que de pronto se abren en la realidad. Cuando veía el helicóptero sobrevolar la cúpula de San Pedro y a Benedicto XVI alejarse afirmando no ser otra cosa que un «peregrino en la última fase de su viaje», recordaba las palabras del gran historiador protestante Leopold von Ranke cuando afirmaba al final de la vida en su Historia del mun-do, que el «papado era una de las instituciones más sobrecogedoras y admirables que jamás han existido». En esa grieta entre la debilidad de la persona y la grandeza de la misión está la verdad a la vez divina y humana del sucesor de San Pedro. Si solo fuera grandeza oscurecería la presencia de Dios y si solo fuera debilidad sin huella alguna de trascendencia no nos sería posible la fe.

Elegir una persona que pueda asumir esa misión es la tarea del Cónclave. Aparejada con todos los aspectos humanos y temporales, sin embargo es de naturaleza espiritual: presidir en la caridad la Iglesia, mantener en alto la memoria de Cristo y la promesa del Paráclito, proferir en claro el Evangelio, fortalecer la fe y la esperanza teologales. El nuevo Papa no podrá corresponder exactamente a los perfiles diseñados ni a todas las esperanzas puestas en él, y menos resolver todos los problemas de la Iglesia. Si de hombres se hacen los obispos, como nos recordaba Cervantes, hombre también es el Papa, limitado aun con la ayuda del Espíritu Santo.

Cerrados con llave en la Capilla Sixtina –que eso significa Cónclave–, la decisión tomada por los cardenales repercutirá sobre millones. Su actuación permite lecturas diversas y complementarias. Ante todo una mirada histórica. La elección del Obispo de Roma ha ido asumiendo diversas formas, desde las primeras en las que toda la comunidad participaba hasta la minuciosa regulación sucesiva tanto de los electores como de los elegibles. A partir de 1130, los cardenales son los únicos electores y ya en 1179 se exigen los dos tercios de los cardenales. La elección por escrutinio de votos ya está atestiguada en 1198. Los reyes y emperadores han ejercido su influencia hasta llegar al derecho de veto a un candidato ejercitado todavía en 1823 y en 1903, en que fue definitivamente excluido por Pío X. Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI han ido regulando todo los detalles para lograr dos objetivos sagrados: la máxima libertad para los electores y la máxima convergencia posible respecto del elegido. Siempre fue norma en la Iglesia, si no alcanzar la unanimidad absoluta, sí una sinfonía final de voces, que permitiera reconocer el resultado como plenamente coherente con la fe vivida.

Es igualmente legítima una mirada política al Cónclave. La persona elegida estará a la cabeza de una comunidad de cerca de mil quinientos millones de personas, parte decisiva para la humanidad. Importancia política en el noble y complejo sentido de la palabra, que aquí abarca lo moral, lo cultural y lo social. La política es el arte de construir la convivencia y de conducir a los hombres a la verdad, la libertad y la justicia, mediante leyes e instituciones. Hoy hemos llegado a una destrucción real de parte de la democracia junto con la permanencia formal. Se destruye algo cuando se lo priva de sus fundamentos y fines esenciales. Benedicto XVI lo recordaba ante los Parlamentos inglés y alemán al preguntar por los fundamentos del Estado democrático de derecho. La mirada política al Cónclave abarca también el reconocimiento de los elementos demasiado humanos de poder e intriga, pasión y recelo que la condición humana arrastra siempre consigo. El Espíritu Santo no planea sobre esferas lejanas sino sobre esas humanas conciencias y libertades; y quien en un catarismo engreído exija virginal pureza, que se prepare él mismo para el juicio final.

Una tercera mirada más cercana a la verdad del Cónclave es la mirada religiosa. Aquí ya estamos tocando los nervios vivos de lo esencial. Se trata de elegir a alguien para que presida a una comunidad que se comprende llamada, signada y enviada por Dios. Irrisión y burla suscitará en los no creyentes semejante pretensión. La iglesia no es dueña ni juez ni garante de Dios, pero en su pobreza y debilidad se atreve a señalar hacia Dios, a intentar ser signo y palabra suya; perdón del Dios presente y promesa de Dios fiel, futuro. Ante todo para ese servicio a Dios es el Papa y para eso es confortado con el Espíritu de Cristo. Hoy, cuando muchos hombres no saben si son peregrinos del Absoluto o solo mamíferos mejor desarrollados; cuando en Europa ya pocos se atreven a pronunciar en público el santo nombre de Dios, parece que se están agotando los manantiales de la fe y llenándose de limo las fuentes en cuyos semblantes plateados se reflejan la última trascendencia y la indestructible sacralidad del hombre: hoy la decisión de los cardenales repercutirá sobre lo más esencial para todo el hombre y para todos los hombres, que es Dios. Porque no somos islas los humanos sino nudos interconectados de una red, para sobrevivir o para sobremorir.

Nos queda la mirada propia: la católica desde dentro de la Iglesia. Esta, con todos los cristianos, es desde su origen la familia de Jesús, a quien debe seguir recordando, su palabra y ofreciendo su amor a los hombres. Soy consciente de este salto a la lejanía de los dos mil años, dos mil kilómetros y tantas cosas más que nos alejan de Jesús en su aventura en Judea. Pero tras su resurrección se nos ha hecho compañero del camino. «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los siglos», son sus últimas palabras. Kierkegaard insistía en que toda su historia judaica queda asumida y trascendida en la contemporaneidad de Cristo con cada hombre en su camino. Iglesia de Dios para mantener vivo el Evangelio y el Espíritu de Cristo, invitando a ser semejantes a él. ¡Esta pretensión es humillante para ella porque nunca estarán a su altura ni el Papa ni el teólogo, ni el sabio, ni el creyente de a pie! Esa humillación soportada y ese atrevimiento de la Iglesia de valer más por lo que propone de Cristo que por lo que ella misma es constituye su mejor aportación a la historia. El Papa es el símbolo autoritativo de esa fe en Cristo sobre la cual aquella está edificada.

El católico estos días se situará más allá de chismes y sospechas, en la oración y la esperanza. No se sobrecogerá por los elogios ni por las risas o sonrisas malévolas. El elogio y la acusación se sucederán. La Iglesia agradece aquél y acepta ésta. Pero, ¿por qué tanto ruido si de su árbol no se esperan nueces? El gran teólogo Y. Congar responde: «Se dice que la Iglesia ya no interesa a nadie; que la mayoría de los hombres ha dejado de esperar de ella algo que tenga el peso de lo real. Esto no es exacto. Una decepción da la mejor medida de una esperanza. Un despecho la medida de un amor. Si no se esperase ya más de la Iglesia, no se hablaría tanto de ella».

Olegario González de Cardedal, teólogo.

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