Cuatro reflexiones en torno a la Constitución

Cualquier conmemoración es útil para repensar sobre el objeto a celebrar, máxime cuando éste encarna una Constitución transformadora y que inaugura un espacio político-social totalmente diferente al momento político que le precediera. Se esté donde se esté, creo que esta aseveración sobre nuestra Carta Magna es irrefutable. Pero también le dota de un valor añadido el que reflexionemos tras prácticamente tres décadas, período suficiente que ha puesto de manifiesto sus claroscuros. Así, el veintinueve aniversario de la Norma Suprema es un singular momento para debatir no ya lo que significó, que muchos ríos de tinta se han vertido sobre el particular, sino si su desarrollo cotidiano se adecúa a las pretensiones que instaurara.

Los constituyentes trataron de elaborar una Constitución sin fecha de caducidad, algo que rompiese con nuestra tradición constitucional decimonónica, lo que exigió concebirla como una norma abierta a plurales y variables concepciones políticas, sociales y económicas. Como es bien sabido, bajo la misma han gobernado desde partidos de centro (UCD) hasta formaciones más de izquierdas (PSOE) y más de derechas (PP), denominaciones heredadas de un políticamente superado siglo XIX que hoy en día han perdido parte importante de su razón de ser, reubicándose todas en un escenario de centro más o menos ancho que permite dirigir el Estado con comodidad, cohonestando principios ideológicos diferenciados con el perdurar de intocables mínimos que la ciudadanía considera inseparables de la forma moderna de vida en sociedad. Casi treinta años de Estado social y tímidamente solidario han enraizado de forma tal en los pilares de la sociedad española que no se alcanzaría a entender ningún planteamiento que, al socaire de cualquier ideología, pretendiera arrumbarlos.

Nació, asimismo, del deseo de establecer una sociedad democrática avanzada que garantizara la convivencia conforme a un orden económico y social justo, como se puede leer al inicio de su preámbulo. Democracia en su más alta expresión (como forma de gobierno y sociedad), derechos efectivos, igualdad material y descentralización son las herramientas primordiales que sirven a esa originaria aspiración.

Comenzando por su faceta democrática, tras alabar la existencia real de la misma, no debe dejarse de soslayo la pervivencia de dos realidades que la empañan notablemente y que convendría trabajar más en su, si no erradicación, sí cuando menos minoración. Me refiero, de una parte, al déficit democrático de las instituciones de gobierno de la Unión Europea de la que tanto dependemos en cuanto receptores de su política y legislación tras nuestro ingreso allá por 1986, y, de otra, al falseamiento de la idea de la democracia ciudadana por la de democracia de partidos. Es lugar común coincidir en que la distancia entre las instituciones europeas y los ciudadanos de la Unión no lo es sólo física. Su génesis en los años cincuenta al margen de la idea de proyecto ciudadano en aras de unas comunidades económicas (como certeramente se recoge en la denominación de la misma Comunidad Económica Europea), ha determinado muy posiblemente una distancia, más sentimental que física, entre ciudadanos e instituciones. Este escenario, a su vez, se ha ido reproduciendo en sus sucesivas reformas bajo barnices de democratización que llevaron en 1979 a la primera elección ciudadana directa del único órgano electivo del plural y complejo organigrama institucional europeo, el Parlamento. Prácticamente treinta años después, continúa así, pero en un marco de general alejamiento y desadhesión respecto a sus representados, competencialmente ensombrecido por un Consejo de jefes de Estado o de gobierno, Consejo de Ministros y Comisión, más ágiles y expeditivos en un momento en que el debate político se traslada de las grandes asambleas a comités de tecnócratas expertos. Una mirada a los vacíos escaños de los plenos ilustra este panorama, así como la mínima participación en los comicios europeos, aquella desadhesión.

El segundo claroscuro de nuestra democracia lo representa la llamada partidocracia, apoyada por unas listas electorales cerradas y bloqueadas (salvo en el caso de elecciones al Senado, cuyas listas, si bien cerradas, no están bloqueadas). Ello hace que el componente humano del objeto de la elección se traslade al seno de los partidos, quienes con la ubicación de los candidatos en los diversos puestos de la lista electoral condicionan ineluctablemente el espectro de electos, transformando el proceso electoral en un mero depósito de voto sin capacidad para el votante (ciudadano) de alterar ese orden prescrito por la formación política respectiva.

El segundo pilar de la sociedad democrática avanzada a que aspira el texto constitucional, lo concretábamos en la importancia de los derechos y libertades. Sin embargo, hay que ser bastante crítico con el estado de la cuestión. Prácticamente nada han evolucionado desde 1978 hasta nuestros días cuando sociedad, técnica y aspiraciones ciudadanas en muy poco son comparables. La consagración de un amplio reconocimiento de derechos en sintonía con la reciente Carta de Derechos de la Unión (diciembre de 2000) en nada empaña las siguientes dos cuestiones: primera, que los escasos derechos sociales y de solidaridad (en sentido lato) continúan hoy día deficientemente normativizados siendo más nominales que reales y efectivos: una educación a la altura de nuestro tiempo y Europa representa una utopía bajo la dinámica de elaborar contradictorias leyes de educación cada legislatura, un ambiente de calidad parece imposible de alcanzarse si no se ataja el modelo productivo y consumista que nos ha hecho incrementar nuestra huella ecológica, en apenas veinticinco años, cerca de un 256%, y ¿qué podría decirse del disfrute de una vivienda adecuada? Segunda, que aunque se han reconocido derechos nuevos (v.gr. matrimonio entre personas del mismo sexo) o nuevos aspectos de los derechos (p.e. ayudas por natalidad) ha sucedido incompleta e insuficientemente, generando nuevos problemas que, ante su falta de pertinente respuesta, derivada de una miope visión de la necesidad a la que trata de responder, revierten sobre el derecho empañando su misma virtualidad. Ello, no tan a la postre, desvirtúa la confianza de la ciudadanía en el proyecto de convivencia que intuye la Constitución.

En tercer lugar, la parca comprensión de la idea de igualdad. La expresión «remover los obstáculos que impidan o dificulten la plenitud de la libertad e igualdad» queda desdicha, si no contradicha, por una idea eminentemente mercantilista del resultado. Se emprenden políticas de igualdad de condiciones con una muy importante componente de moda pasajera, sin atajar los desequilibrios estructurales que están en la base del problema. La implementación de efectivas políticas de igualdad frente a colectivos que las requieren, como discapacitados, inmigrantes, ancianos, ex presidiarios, etcétera, requiere asumir el hecho de que el baremo de su éxito o fracaso no puede evaluarse bajo instrumentos generales, sino mediante raseros particulares, quizá onerosos desde un prisma únicamente económico, pero de innegable justicia social. La validez humana del modelo depende de su capacidad de interiorizar las desigualdades para, corrigiéndolas, permitir a todos poder participar efectivamente en la construcción de la sociedad.

Y, finalmente, el polémico y desnortado devenir de la descentralización política. El consensuado y abierto título VIII de la Constitución (autonomías) está siendo en la actualidad un escenario de improvisaciones y contrasentidos de imposible conciliación constitucional. Ello directamente tributario de la alteración de un modo de proceder ya descubierto y en dos ocasiones ensayado: la vía de los pactos autonómicos ejercitada en 1981 y 1992 como renovación del consenso político originario. La reciente oleada de reformas estatutarias que se inaugura con la equívocamente llamada reforma del Estatuto catalán de 2006 ha abierto un nuevo escenario paraconstitucional que indirectamente reformula muchas y muy importantes previsiones constitucionales sustentadoras del modelo autonómico. Seguir insistiendo a estas alturas en que la reforma de la media docena de estatutos que ha habido desde 2006 hasta nuestros días es sólo eso, una reforma estatutaria, es pecar de un desconocimiento de sus implicaciones tal que originará una verdadera mutación constitucional. Y si lo que realmente se pretende es dicha mutación, nada obstaba a un acuerdo político sobre la misma al estilo de los pactos citados; lo que, en cambio, se reputaría intolerable sería un cambio constitucional encubierto impuesto por una parte del espectro político marginando a las otras. Este proceder vulnera el significado de la Constitución como lugar privilegiado de inclusión.

Mas, pese a todo lo anterior y otras cuestiones omitidas, este casi tridecano texto constitucional ha permitido un giro de 180º respecto a nuestro pasado precedente. Ha devuelto al ciudadano su papel central y apuesta por una transformación progresiva cuyas destinatarias son no sólo las generaciones actuales sino también las venideras y, solidariamente, las de más allá de nuestras desdibujadas fronteras.

Esteban Arlucea