‘Cuba and the Cameraman’ es un documental imprescindible

Al centro, Jon Alpert, director del documental "Cuba and the Cameraman", que sigue la historia de tres familias cubanas durante cuarenta años. Credit Netflix
Al centro, Jon Alpert, director del documental "Cuba and the Cameraman", que sigue la historia de tres familias cubanas durante cuarenta años. Credit Netflix

El pasado 24 de noviembre, en vísperas del primer aniversario de la muerte de Fidel Castro, Netflix estrenó Cuba and the Cameraman, un revelador documental cuya mayor virtud, si se me permite el oxímoron, reside en su astuta candidez. La película recorre —a través de la vida de tres familias, de entrevistas con el máximo líder y del propio vínculo del realizador Jon Alpert con Cuba— más de cuarenta eternos años de socialismo en la isla.

Por el documental desfila la euforia inicial de la Revolución cubana, el desarrollo de la salud y la educación públicas, el pueblo fanático y despiadado que vilipendia a sus semejantes durante el éxodo del Mariel, la escasez de comida y medicamentos en el “periodo especial”, el tránsito de la frustrada fuerza laboral profesional a puestos cualesquiera dentro del sector del turismo, la supervivencia entrañable del cubano barriotero y crédulo o la odisea de una familia de guajiros que se queda sin bueyes para arar la tierra.

Tanto por su paciente y descarnada exposición del deterioro físico y moral de la vida bajo la lógica del comunismo, como por la evidente simpatía de Alpert hacia Fidel Castro, el documental pareciera ganarse el desprecio de toda ortodoxia. Alpert se las arregla para amar al líder supremo al mismo tiempo que revela el desastre promovido por él. La tensión, basada en aparentes contradicciones, termina armando un tipo de coherencia o de mirada sobre el legado de la Revolución que casi solo le está permitido a un extranjero.

Esto confirma la idea de que los cubanos deberíamos haber asumido lo que es ya un hecho: que todos somos un poco extranjeros en nuestro país, el país de Fidel Castro, y que debiéramos contarlo desde ahí, como si de otros se tratara. El esquema ideológico en que nos movemos —cualquiera que este sea, ya que a la larga es el mismo para todos— va a chocar de cabeza contra el muro estético de la película.

En los minutos finales, Alpert le regala a Fidel su gorra de la suerte y Fidel le firma su camisa con un marcador rojo. Alpert le besa la frente nonagenaria, un beso reciente, de agosto de 2016, no hay que olvidarlo, un beso a la vuelta de la esquina, en la pauta final del recorrido que Alpert ha documentado. Pero apenas un rato antes, Wilber, un habanero criador de palomas, dice en plena década de los noventa: “En este país vale más un turista que un propio ciudadano. Esa es la verdad de Cuba”. O bien esto, ante un acto político presidido por Fidel que pasan en la televisión: “Nosotros no estamos para eso […] Vamos para la discoteca, caballero, que todo eso es mentira”. Ambos parlamentos mantienen absoluta validez. Hoy Cuba es justamente un país de turistas, mentiras y discotecas.

Se necesita una dosis excesiva de militancia para ignorar que, aunque no aparezca en cámara, o precisamente por eso, Alpert está tan presente en la segunda de estas escenas como en la primera, o que uno puede e incluso debe leer la obra en contra de las intenciones del autor, si bien no parece que Alpert deje cabo suelto alguno. Probablemente, no haya mejor noticia para el realizador que el hecho de que su documental —sus significados— lo rebase, o que en ocasiones parezca, el realizador, saber menos de lo que en realidad sabe.

La memoria histórica no se construye con pulcritud. ¿Cómo habría podido Vasili Grossman escribir Vida y destino —la mayor novela decimonónica del siglo XX, un alegato feroz contra el estalinismo— si durante la Segunda Guerra Mundial no hubiese sido corresponsal en el frente de batalla del Estrella Roja, el periódico del ejército soviético? Alpert, puntilloso desde la década de los setenta, recoge un Fidel Castro soberbio y carismático, diletante y cruel, de una inteligencia cínica muchas veces, pero nunca, a lo largo de cuarenta años, generoso. Nunca capta un acto de bondad. El personaje del gringo que accede a los salones del poder en La Habana va por un lado, y el director va por otro. En la edición, Alpert no besa, desnuda.

El documental rebaja a Fidel Castro a la misma categoría rasa que ocupan el resto de los personajes. Lo pone también, en alguna medida, como individuo sujeto a la voluntad expresa del castrismo. Alpert, por su parte, se mantiene siempre fiel a su rol dentro de la trama: cierto testigo de la izquierda occidental que simpatiza, que no va a esconder que simpatiza, pero que no cede a la hagiografía. No Estela Bravo, no Oliver Stone, no Ignacio Ramonet.

Sin embargo, la disidencia principal de Cuba and the Cameraman reside en una verdad simple y diáfana: el paso de los años. La gente envejece en la isla, y envejece mal. El totalitarismo es un método de resistencia política contra el tiempo y, desde luego, una mentira histórica; el futuro en el presente, la revolución perpetua. Tanto es así que, después de todo, Fidel se descompone, muere.

Si Alpert cree que el castrismo es un fracaso, ha filmado entonces un documental en el que demuestra lo que piensa. Si cree, en cambio, que no lo es, pues ha filmado un documental en contra de sus convicciones, lo cual lo avala aún más como reportero y cineasta. Ir en contra de sí mismo sigue siendo el único asunto moral que debe importarle al artista.

Carlos Manuel Álvarez es periodista y escritor. Recientemente apareció su libro La tribu, un conjunto de crónicas sobre la Cuba después de Fidel Castro.

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