Cuba, como congelada en el tiempo

Nunca un país fue tan viejo como cuando Cuba empezó a ponerse al día. El ritmo vertiginoso de los acontecimientos no hace más que confirmar nuestro cómico, antediluviano atraso. La fundación New 7 Wonders, que busca preservar monumentos a nivel mundial, acaba de elegir a La Habana como Ciudad Maravilla y, en sentido estricto, aunque sus habitantes se nieguen a creerlo, lo es.

Por otra parte, los vuelos directos de seis aerolíneas estadounidenses fueron aprobados recientemente, lo cual traerá, de modo inexorable y comprensible, una andanada cada vez mayor de extranjeros curiosos, con ánimos de remontarse a tiempos históricos ya clausurados y extintos.

Cuba como parque temático. El museo insular, entre republicano y prosoviético, entre la cortina de hierro y el capitalismo industrial de los cincuenta: los ya insoportables Chevrolets clásicos, las máquinas de coser Singer, los refrigeradores General Motors, los Ladas y los Moskvitch, las lavadoras Aurika, las matrioshkas, la propaganda marcial y partidista.

Es probable que, promesa mediante de que se los lleven a otro sitio apenas un tanto más próspero, no muchos cubanos rechazarían la propuesta de vaciar Cuba y dejarla así, intocada, inconcebiblemente detenida, hollín y luz, envuelta en esa curiosa y atractiva pátina de tiempo en la que, sin embargo, se hace tan difícil sobrevivir.

No obstante, a los ya inminentes pasajeros de las aerolíneas con vuelos directos autorizados a Cuba habría que decirles: “No teman. Compren sus boletos con toda la tranquilidad y confianza del mundo”. Los recursos mediante los cuales los cubanos hemos intentado modernizarnos, o todas las buenas nuevas que han sucedido en el lapso apretado de los últimos meses, desde que se reiniciaran las relaciones con Estados Unidos, han terminado en sonoros fracasos, por lo que no habría qué temer. La Habana no se va a volver Dubái, todavía.

No importa que engañosamente parezcan síntomas de avance los efectistas desfiles de Chanel en pleno Prado habanero, el rodaje pirotécnico de Fast and Furious 8 por las calurosas calles de la ciudad –hasta unos días antes, mal asfaltadas y prácticamente intransitables–, el concierto de los Rolling Stones o las sorpresivas visitas de Usher, Katy Perry, Rihanna, la prole Kardashian, et al.

Nada de esto es pernicioso en sí mismo, pero sí rabiosamente incómodo si el coqueteo, cuando no prostitución descarada de la aristocracia política local, sirve como telón de fondo a la ausencia de libertades civiles y al deterioro acelerado de los servicios públicos.

Estas visitas, que serían causas como normalmente la prensa en general se encarga de reseñarlas, también son efectos. Que los embajadores culturales del pop, del rock y de la moda nos sigan visitando es señal inequívoca de que seguimos siendo lo que somos, lo que ya casi eternamente hemos sido, no de que somos otra cosa, nueva o distinta, vaya uno a saber qué. El primer día en que ninguna celebridad nos visite, tras este interruptus eufórico, será el primer día del después.

El único ajetreo sustancial, ocurrido al interior del país, ha sido en los parques y áreas públicas donde el gobierno se ha tomado la molestia de habilitar puntos wifi para que los cubanos comunes y corrientes, con genuino asombro, puedan por vez primera chatear con sus allegados en el extranjero, hablar por videollamada, verles la cara y reconocer, antes de que la imagen se congele, los gestos de un nieto o un hermano no visto hace tantísimo.

El parque en el que ahora me conecto, sentado en un quicio de acera, para enviarle este texto al editor, es un hervidero impúdico de voces que desconocen la privacidad, el sentido del espacio ajeno, el recato, la vergüenza. Hay casi una fiesta aquí, una pequeñísima y divertida revolución.

Algunos gritan. Y todos ventilan sus problemas íntimos para quien quiera oírlos, los trapos sucios, las ilusiones más pueriles, en fin, el pañuelo de escabrosas interioridades que, como norma, las familias suelen reservarse solo para sí mismas.

Los domingos en la tarde, el parque, salvo por el detalle del wifi —o sobre todo por eso— ha vuelto a ser el parque de provincias de comienzos del siglo XX, donde los habitantes del pueblo acostumbraban a reunirse para galantear, conversar, estirar las piernas.

El pasado 4 de junio, en el discurso inaugural de la Séptima Cumbre de la Asociación de Estados del Caribe (AEC), con sede en La Habana, el presidente Raúl Castro hizo alarde de su excelente forma física y mental a los 85 de edad. Y acto seguido, para que no quedasen dudas de que hablaba en serio, dijo que, no importa lo bien que estuviera, el 24 de febrero de 1918 entregaba el poder.

No fue un error, como las mentes retorcidas podrían pensar. Raúl no hizo más que sugerir con delicadeza la verdadera dirección de nuestro trayecto. Eso significa que si la tendencia histórica se mantiene, e irremediablemente Cuba sigue avanzando hacia su pasado, otro siglo de autocracia nos espera.

Carlos Manuel Álvarez es un periodista cubano

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