Cuba: el fin del miedo

Sobre un carro de Policía volcado hay dos muchachos. Uno ondea una bandera cubana, los jalea una multitud eufórica. Por vídeos colgados en las redes, sabemos que la imagen fue tomada este 11 de julio en Cárdenas, Matanzas. En ellos puede verse incluso a un policía y a una mujer en uniforme militar, confundidos entre los que corean «¡Libertad!».

La foto tiene el poder de las imágenes icónicas. Un diseñador no identificado la usó para un improvisado póster con los 42 escenarios (en realidad fueron más) de las multitudinarias protestas del domingo contra el régimen de Miguel Díaz-Canel. Hay grandes ciudades y pequeños pueblos, a todo lo largo y ancho del país.

Como no se cansan de repetir los medios, se trata de imágenes inéditas. El referente inmediato es el llamado ‘maleconazo’ de 1994. Pero a diferencia de aquella erupción puntual, estas manifestaciones no se concentraron en la capital ni han podido ser aplacadas en horas. Se trata de algo de mayor envergadura, único en seis décadas de Revolución socialista.

No son imágenes muy diferentes de las vistas estos años en otros sitios de Latinoamérica. Lo sorprendente es el lugar, ese ‘locus’ privilegiado de la ideología de izquierdas, ese supuesto paraíso igualitario en el que una revuelta espontánea resultaba algo inconcebible y nefando.

Cuba ha alcanzado ese famoso ‘punto de inflexión’ a partir del cual los efectos de un proyecto o idea se potencian al máximo para crear un cambio significativo. En ‘The Tipping Point’, Malcolm Gladwell compara este proceso con la propagación de las epidemias. Una epidemia viral depende del agente, la fuerza del virus y el ambiente mientras que la epidemia social depende de las personas, la fuerza del movimiento y el contexto en el que se desarrolla.

En el exilio, la magnitud de estas protestas también nos tomó por sorpresa. Nos alegramos cuando el 27 de noviembre del 2020 más de 300 intelectuales se plantaron frente al Ministerio de Cultura a pedir el cese de la represión contra los artistas del Movimiento San Isidro. Celebramos que en ese mismo barrio de San Isidro, el pasado abril los vecinos del rapero Maykel Osorbo, ahora en prisión, impidieran un arresto que hace años habría sido rutinario. Pero lo de este 11 de julio fue otra cosa: una marea que cancela de golpe todo el discurso oficialista y marca una cesura definitiva en la historia política de la isla.

Por el momento, el Gobierno ha conseguido controlar las protestas con una represión mal disfrazada de «pueblo enardecido». Los jerarcas respiran aliviados, creyendo que lo peor ya pasó. Este martes reportaron un muerto (con antecedentes penales, aclaran, como si eso disculpara el asesinato). Pero ya hay más de un muerto, miles de heridos y centenares de desaparecidos.

A muchos de los que protestaron han ido a buscarlos a sus casas; jóvenes reclutas armados con palos patrullan las calles acompañados de fuerzas especiales. Se estrena el material antidisturbios que China se ocupó de venderle a Cuba (con descuento). Los pocos vídeos que consiguen burlar el bloqueo de internet muestran golpizas descontroladas. También la respuesta de muchos cubanos, que se defendieron con piedras contra tonfas y balas. Pero el nefasto ejemplo de la represión de las protestas contra Maduro en Venezuela, orgullosamente citado por las autoridades cubanas, hace presagiar lo peor.

La pandemia sirve para oficializar un estado de emergencia, toque de queda incluido, mientras el Gobierno trata desesperadamente de controlar los daños. Uno de ellos (ya irreversible) es la imagen de Díaz-Canel, recién ascendido a primer secretario del Partido Comunista. Cuando se iniciaron las protestas, visitó de urgencia uno de sus epicentros: San Antonio de los Baños. Allí, rodeado de escoltas, improvisó un mitin pero tuvo que irse porque la multitud empezó a arrojarle pomos de plástico. Horas después, convocó a todos los ‘revolucionarios’ a reprimir en la calle lo que llamó «provocaciones».

Es imposible que Díaz-Canel sobreviva políticamente a esta crisis. Uno de los lemas más coreados es el que lo define como un ‘singao’, alguien al mismo tiempo débil y maligno, según el argot sexualizado del cubano. La vieja guardia verdeolivo lo sabe, y ha pospuesto su retiro para salir a apagar los fuegos. Este martes, José Ramón Machado Ventura, de 91 años, viajó a Villa Clara y el veterano comandante Ramiro Valdés (89 años) apareció en Palma Soriano, otro de los lugares donde empezaron las protestas. Le gritaron: «¡Asesino!»

Las imágenes que nos siguen llegando de Cuba provocan una sensación agridulce. A la euforia por comprobar cómo se ha roto el maleficio del miedo le sucede la tristeza por la represión. En los vídeos de las protestas se puede comprobar no sólo la espontaneidad, sino cierto nivel de desconcierto, como si los mismos manifestantes no creyeran lo que están viviendo. En algunos casos, ni siquiera saben adónde ir, les basta con estar en la calle. Tres o cuatro consignas -claramente políticas, entre ellas el emblemático grito ¡Patria y Vida!- catalizan el hartazgo pero no parece haber un plan. El 80 por ciento de los manifestantes no llegan a los 30 años.

Los apagones en pleno verano, la escasez, el hambre y la desesperación por la critica situación sanitaria de la supuesta «potencia médica» son factores a tener en cuenta. Pero la gota que desbordó la jarra fue una rapaz medida económica anunciada hace tres semanas: ya no se podrían usar en efectivo los dólares que llegaban vía remesas.

Aunque confusa y no planificada, esta no es una revuelta vandálica sino una protesta política en toda regla. Los saqueos en las tiendas en dólares del gobierno han sido escasos (dos, que yo haya comprobado). Por supuesto, al Gobierno le conviene convertir a los manifestantes en delincuentes, como hizo el cínico ministro de Exteriores, Bruno Rodríguez, en la rueda de prensa del martes. No hubo estallido social, dijo el vocero; se trató de mero desorden, resultado de una operación maquiavélica de EE.UU.

Ni Rodríguez ni la cúpula neocastrista entienden lo que ha pasado: el fin del miedo. Ese miedo tan citado (sobre todo al analizar la situación cubana desde el exilio) no debe entenderse como mera cobardía. Los cubanos tenemos una larga tradición de coraje a pecho descubierto. El miedo que funcionaba en Cuba era algo más complejo: una camisa de fuerza simbólica, un temor a profanar el consenso nacionalista y una gran pregunta sobre el futuro. Eso fue lo que se rompió el 11 de julio, y el régimen cubano todavía no parece haberse enterado.

Ernesto Hernández Busto es escritor.

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