Cuba, ¿infierno o paraíso?

El país de donde tuve que escapar hace tres semanas ha sido con frecuencia la manzana de la discordia para políticos, empresarios, turistas, tertulianos, historiadores, periodistas y millones de aficionados al debate ideológico, ya sea desde un aula universitaria o desde un bar. Caminando por Madrid he podido ver, en una misma calle, el estanquillo donde los periódicos aluden a la represión de los últimos meses en la isla y, a unos pocos metros, he visto también la publicidad de una agencia de viajes que recomienda Cuba como destino paradisíaco. ¿Se entiende mi país desde Europa? ¿Tienen los que han visitado la isla caribeña durante sus vacaciones una idea real de cómo viven y piensan y sienten los cubanos?

Cuando Cristóbal Colón llegó a Cuba, el 28 de octubre de 1492, estaba totalmente perdido. Los habitantes de las Lucayas le habían dicho que más al sur se encontraba una isla grande, con un nombre que el almirante de la Mar Océana no supo escribir en su diario. Al desembarcar, expresó deslumbrado que era la tierra más hermosa que ojos humanos habían visto. Pensó primero que se trataba de Cipango, nombre que los europeos le daban a Japón. Luego, en su segundo viaje, intentó bojearla, sin éxito. La paciencia colombina se agotó antes de llegar al extremo occidental y entonces llegó a la conclusión de que tal vez se trataba de una península de China. Colón murió sin tener ni la más remota idea de adónde, realmente, había llegado.

El país donde nací cumplirá en el próximo año siete décadas sin democracia. La generación de rebeldes que derrocó a Batista prometió elecciones libres, prosperidad y justicia, pero terminó convirtiéndose en Saturno, el dios romano que devoró a sus propios hijos. Fidel Castro entró triunfante en La Habana anunciando ante todos los micrófonos que su revolución era verde como las palmas, para luego teñir de rojo todo el paisaje y acabar colocando una hoz y un martillo encima de la estrella solitaria.

A veces los historiadores se empeñan en encontrar razones trascendentales para justificar los acontecimientos. Y quizá pasen por alto las pequeñísimas acciones que pueden desencadenar ese efecto dominó que envuelve la cadena de sucesos. Quién sabe si el corrimiento hacia el rojo del barbudo cubano fue simplemente una consecuencia de un desplante que le propinara Eisenhower durante su primera visita a Estados Unidos. Se dice que el presidente norteamericano se negó a cancelar un partido de golf y delegó en Nixon la responsabilidad de recibir a un hombre cuyo ego sobrepasaba las dimensiones del monumento a Lincoln. Tal vez la afición al golf de uno y la presbicia política del otro acabaron alimentando a un monstruo.

Resulta común pensar que el tema de Cuba se reduce a lo puramente ideológico. Y sí, claro que el problema principal está relacionado con una ideología dogmática y excluyente que ha generado horrores en la mitad del mundo. Pero a veces es mucho más elemental de lo que parece. En momentos de crisis suelen aparecer caudillos, con enormes ambiciones personales, que utilizan la insatisfacción y el descontento popular para entronizarse. Estos líderes populistas no tienen ideologías, sino que las utilizan a su conveniencia para obtener poderes más allá de lo que permiten las democracias. Y para darle apariencia legítima a su reinado, los nuevos aspirantes a monarcas echan mano de todo el material posible para convencer a sus súbditos de que la justicia y la verdad están totalmente de su lado.

Cuando triunfó en Cuba eso que algunos llaman Revolución (aunque en realidad ha sido la etapa más estática de nuestra historia), prácticamente nadie simpatizaba con las ideas marxistas. Surgió entonces una nueva religión: el fidelismo. Y también, por supuesto, apareció su antítesis: el anticastrismo. En las calles cubanas se coreaba por aquellos días una frasecilla que resume muy bien el mesianismo desideologizado que surgía: «Si Fidel es comunista, que me apunten en la lista». Fue así como todo un país se colocó de rodillas ante un nuevo cacique que sintetizaba, en el culto a su persona, todo el pensamiento económico, político y social del Nuevo Orden. Fue esa también la razón por la que el régimen de la isla sobrevivió a la caída del Muro de Berlín. La ideología siempre fue una excusa para instaurar una dictadura personalista, casi feudal, y dispuesta a todo con tal de mantenerse en el poder.

El régimen cubano se autodefine como una República Socialista de Derecho. Sin embargo, todos esos conceptos entran en crisis cuando se analiza a fondo la realidad. La casta que rige los destinos del país no permite la mínima oposición a sus designios. La Asamblea Nacional del Poder Popular actúa como un coro entrenado en aplaudir fanáticamente al poder y aprobar de forma unánime todas sus decisiones. Nuestros parlamentarios reciben un entrenamiento meticuloso en el arte de mover afirmativamente la cabeza. Ni uno solo de los más de seiscientos diputados se ha puesto del lado de los manifestantes del pasado 11 de julio. Ni uno solo ha alzado su voz en favor de los cientos de jóvenes detenidos y condenados a penas altísimas por el delito de ejercer sus derechos.

El régimen de la isla ha tenido 62 años para perfeccionar su narrativa, para venderle al mundo una mentira que muchos, tristemente, necesitan comprar para satisfacer su nostalgia de lo que pudo ser y nunca fue. La dictadura ha tenido tiempo suficiente para afinar sus métodos represivos y ha encontrado aliados en muchas partes del mundo que le ayuden a ocultar o ignorar flagrantes violaciones de los derechos humanos. No se puede hablar en Cuba de una ‘dictadura del proletariado’, pues son justamente los obreros los más explotados, los súbditos sin derechos de un Estado que es el nuevo señor burgués, el nuevo capataz de la finca.

¿Es Cuba un infierno o un paraíso? Pregúntenle al niño que fue a la cárcel el 15 de noviembre por cometer el crimen de vestirse de blanco.

Yunior García Aguilera es dramaturgo y activista cubano.

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