Cuba: Un año sin Fidel y con Trump

Un clásico auto estadounidense decorado con la imagen del Fidel Castro en La Habana en la víspera del primer aniversario de su muerte y en el contexto de la incertidumbre por el venidero abandono del poder de Raúl Castro, el estancamiento económico y la hostilidad de Estados Unidos. Credit Yamil Lage/Agence France-Presse -- Getty Images
Un clásico auto estadounidense decorado con la imagen del Fidel Castro en La Habana en la víspera del primer aniversario de su muerte y en el contexto de la incertidumbre por el venidero abandono del poder de Raúl Castro, el estancamiento económico y la hostilidad de Estados Unidos. Credit Yamil Lage/Agence France-Presse -- Getty Images

Fidel Castro era un mito y, como todos los mitos, en torno a él se habían construido muchas versiones. Una de ellas, tan popular entre los anticastristas y exiliados, era que la Revolución descansaba sobre sus hombros y que solo con su muerte se lograría una transformación mágica, una reversión instantánea de lo que han vivido generaciones de cubanos. Esa idea, la Cuba DC (Después de Castro) que se fue acuñando durante décadas y motivó más de un complot de asesinato, no podía prever que otros actores, de manos pequeñas y diplomacia tuitera, marcarían el futuro rumbo de la isla más que la desaparición del caudillo.

Fue una casualidad que yo estuviera en Cuba justo en el momento de su muerte y yendo rumbo a Santiago, la ciudad donde sería enterrado. Fidel —sin el apellido— era el único tema de conversación en el bus en el que viajaba. Cuando paramos a almorzar, me senté con un grupo de empleados públicos que no paraban de hablar del gran líder que había sido, de su visión y su capacidad de prever todo, incluso más allá de su muerte. Confiaban en que Raúl y su sucesor continuarían su legado y, aunque hablaban de algunas reformas, no serían muy radicales y todo continuaría dentro del marco revolucionario. “Aquí no va a pasar nada,” me dijo una de ellas.

Durante esos días de duelo, vi a cuatro generaciones de cubanos lamentar su muerte: los más viejos lo lloraban con una inmensa tristeza y admiración; los hijos de esos revolucionarios originales hablaban con mucho respeto del Comandante; los nietos reconocían su importancia como líder político del siglo XX; los bisnietos se referían a él como una gran figura histórica.

Pero también me encontré con cubanos, de varias edades, que si alguna vez habían sido fidelistas, ya no lo eran. Cubanos que ejemplificaban de distintas maneras el cambio, más sutil, más cotidiano, pero no menos importante. Muchos de ellos eran “cuentapropistas”, microempresarios y emprendedores. Habían sacado el pasaporte para ir y volver de la isla, cuando lograban ahorrar suficientes dólares. Miraban series de televisión extranjeras a través de antenas pirata o el “paquete semanal”, que compran cada semana en una USB. Tenían cuentas de Facebook, Skype, navegaban por internet con el sistema de wifi instalado en plazas y parques.

Quizás eran una minoría, sobre todo urbana y cercana al turismo, pero este “hombre nuevo”, en vez de pensar en los objetivos del partido y del gobierno, pensaba sobre todo en los suyos. Y aunque sería aventurado afirmar que era un producto directo del deshielo entre los gobiernos de Raúl Castro y Barack Obama –que tras cinco décadas de conflicto empezaron a normalizar las relaciones a fines de 2014– toda esta dinámica de cambio había tomado un impulso mayor con ellos.

El discurso oficial, sin embargo, seguía insistiendo en el socialismo y, durante los días de duelo, el gobierno convocó a los cubanos a plazas públicas y liceos escolares para que renovaran su compromiso con la Revolución y los deseos del líder fallecido. Es difícil saber cuántos lo hicieron para honrar a Fidel y cuántos lo hicieron por cumplir un requisito, sintiéndose obligados. Todos dependen del Estado para vivir, incluso los “independientes”. Me lo explicó un señor que había montado una tiendita de chucherías y le compraba los refrescos que revendía a una empresa estatal que los producía. Me lo dijo también una manicurista que atendía en la salita de su casa y adquiría los productos de belleza de una empresa importadora asociada al gobierno. Y me lo confirmaron también las familias que me alquilaron habitaciones como turista y tenían que pagar un porcentaje de sus ganancias al Estado.

El gobierno de Barack Obama parecía haber entendido que si quería impulsar un cambio en Cuba, tendría que hacerlo de la mano del gobierno y a pesar de sus reservas frente a su récord de derechos humanos. Por eso no solo buscó flexibilizar ciertas normas que permitieran viajes de turistas y familiares de cubanos a la isla, sino que también quiso tener las mejores relaciones diplomáticas posibles y permitir que empresas estatales cubanas pudieran asociarse también con inversionistas privados estadounidenses.

El entendimiento entre los dos países estaba mejor que nunca cuando se murió Fidel, quien había jurado dedicar toda su vida a luchar contra el imperialismo yanqui. Como ya no gobernaba él, sino su hermano, Raúl, su oposición había quedado reducida a un papel simbólico: editoriales en el Granma, evitar un encuentro con Obama cuando este visitó La Habana y ser una figura de atracción para ese turismo urgente que iba en busca de un país congelado en el tiempo y su puesta en escena –ventanas opacas, carros oxidados, vitrinas de escasez– macerada con litros de ron, azúcar, limón y hierbabuena.

“¡Fidel! ¡Fidel! ¿Qué tiene Fidel? ¡Que los imperialistas no pueden con él!”, gritaban los cubanos que acudieron a la Plaza de la Revolución, la noche en que se celebró el funeral de Estado frente a otros presidentes y el cuerpo diplomático. Pero a la vieja consigna de tantas concentraciones y marchas políticas con el comandante empezaba a desplazarla una nueva, la que más repetían esa noche y las siguientes: “¡Yo soy Fidel!”.

Resulta irónico que hoy sea Donald Trump el que mejor ha terminado representando esa consigna. En un año, el presidente de los Estados Unidos ha hecho lo que Castro no pudo hacer en sus últimos años de vida: bloquear los avances diplomáticos entre ambos países. Lo ha logrado prohibiendo cualquier negocio con unas 180 empresas, muchas asociadas a militares que controlan varios hoteles y establecimientos turísticos, donde tampoco se les permite hospedarse a los turistas estadounidenses –unos 300.000 habían visitado la isla en 2016— quienes ya no podrán viajar de manera independiente bajo la categoría la de visitas “persona-persona”, la más utilizada en años recientes. Y, ante la denuncia de supuestos ataques sónicos a diplomáticos estadounidenses que estaban en La Habana, ordenó a delegados cubanos abandonar la embajada en Washington y emitió una alerta en la que recomendaba a ciudadanos estadounidenses abstenerse de viajar a Cuba.

Las advertencias, las exigencias, la coerción son la nueva forma —la vieja forma— de entenderse con el gobierno cubano en tiempos de Trump. Y, aunque no se han roto las relaciones, han entrado nuevamente al congelador y al ambiente de Guerra Fría que tanto le sirvió a los Castro para mantenerse en el poder, que tanto les conviene a los de línea dura justo antes del relevo de Raúl y que tanto daño ha causado a los ciudadanos cubanos.

Catalina Lobo-Guerrero es una periodista colombiana y vive en Barcelona.

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