Cuchilla de Occam y fascismo

Días atrás, en las llamadas redes sociales, un tuitero consideró importante expeler a los cuatro vientos el siguiente rebuzno: «Se me ocurre que podían echar una carrera Savater, Escohotado, Azúa y Sánchez-Dragó a ver quién es el libertario de salón que se ha vuelto más fascista con la senectud». Si este condensado de odio y cacao mental proviniera de un adolescente no sorprendería, pero procediendo de profesor universitario (¡de filosofía!) resulta chocante. Hasta que supe que el artista era empoderado de Podemos, valga la redundancia. Hubiera dejado el asunto ahí sin más trámite de no haberme hecho tomar consciencia Antonio Jimenez-Blanco -al calor de unos vinos en la rue de Rivoli- de lo mal pertrechados analíticamente que estamos para entender qué fue -¿y qué es?- el fascismo. De poco nos serviría hoy, en efecto, analizar críticamente Técnicas de golpe de Estado (Curzio Malaparte) o Los Hombres y las ruinas (Julius Evola). No digamos lo desamparados que están intelectualmente quienes -verbigracia, el del rebuzno- no vivieron ni de lejos la experiencia fascista y solo conocen la práctica de la cultura de los escraches. Incluso en la universidad. Sépase que España puede enorgullecerse de ser una de las democracias más perfectas y garantistas del mundo gracias, entre otros, a los arriba agraviados que aprontaron, en su ardorosa juventud, abundosos recursos cognitivos y morales contra la caverna.

Curiosamente, pareciese que Fernando Savater nos hubiera leído el pensamiento (Jiménez-Blanco es una de las mentes que iluminan con más intenso fulgor el panorama jurídico europeo) interrogándose (y respondiéndonos) en su columna Fascistas (18/05/20019) en qué consiste el fascismo. En qué consiste más allá de pamplinas propias de nostálgicos o de insultos de mequetrefes tuiteros de la izquierda lerda. Cerraba Savater la columna proponiendo una definición de Bucchi en «La Repubblica»: «Es fascista quien privilegia al pueblo natural respecto al pueblo civil». Esta definición tiene, en mi opinión, ventajas (la compacidad) e inconvenientes (no conviene dar respuestas simples a problemas complejos). Temo que aplicando sin matices la definición, Churchill y De Gaulle serían fascistas en estos confusos tiempos. Sí es cierto, empero, que «pueblo natural» contiene connotaciones que enlazan con esencialismos en ruptura con el contrato social que fundamenta el «pueblo civil» democrático.

Si bien el contrato social presupone un estado natural, con el cual rompe, preexistente a la sociedad organizada, hay que entenderlo como puramente especulativo. Esto es, el «estado de naturaleza» no corresponde a una realidad histórica que hubiera precedido la instauración de leyes. Es una falacia pretender que la legitimidad del pueblo natural provenga de un inconcreto derecho natural anterior a la legalidad de la sociedad política. Y es asimismo otra falacia que la patria esencial preceda a la nación-estado salvo en la filosofía política anticontractual del reaccionario Maurras o del no menos anacrónico Junqueras. El pueblo natural (o la patria integral del fascismo racial de la periferia española) apunta a una interpretación abusiva de la parábola para representar la situación teórica, hipotética, de la humanidad sustraída a la ley. La teoría del contrato social al romper con el naturalismo político de los filósofos clásicos (platónicos y aristotélicos) permitió la emergencia de la igualdad política (formal y material). Permitió, sí, el nacimiento de la democracia. Lo otro, lo del fascismo, lo de Junqueras, es puro empirismo organizativo, esencialismo oportunista torticeramente teorizado por los frioleros hagiógrafos del pueblo natural.

Sentado lo que precede voy a proponer una definición descriptiva más actual y simple de fascismo -y, sobre todo, más adaptada a la realidad española- por aplicación de la Cuchilla de Occam (entre varias hipótesis posibles la más adecuada suele ser la más sencilla). Uno es víctima del fascismo cuando va a comprar pan escoltado por dos policías y le llaman en las redes fascista. Y Savater, a quien llaman fascista en las redes precisamente por haber ido escoltado a comprar pan muchas veces, en San Sebastián y otras tantas en Madrid, es ya viva leyenda al haber sido, en su juventud, revolucionario sin crueldad y, en la madurez, conservador sin vileza. En cuanto al del rebuzno, aplicando de nuevo la Cuchilla de Occam, ni vil ni cruel: imbécil.

Juan José R. Calaza es economista y matemático.

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