Cuchillo con miel

En el quinto aniversario del fallecimiento de Vicente Ferrer

La vida no admite plagios. Mi padre fue Vicente Ferrer. Él me enseñó que la imitación es un síntoma de debilidad que inhibe nuestra auténtica naturaleza y que se acaba convirtiendo en un verdadero obstáculo. Me educó para llegar a ser yo mismo y a vivir como él, acorde a unos ideales. Sin embargo, su mayor legado fue mostrarme cómo, a pesar de todos los avances, la mayor virtud de cada persona sigue siendo la entrega a las demás.

Su singularidad como ser humano se forjó a muy temprana edad. Cuando era un niño y ayudaba a nuestro abuelo en su tienda de comestibles regalaba (a escondidas) la mejor fruta a quienes no se la podían permitir. Eso fue antes de la Guerra Civil española, que lo marcó, como a toda su generación, para siempre. Nunca supo permanecer impasible ante el sufrimiento ajeno.

Desde muy joven encontró una manera de acercarse a los demás que le permitió aproximarse de igual a igual. A través de sus reflexiones y sufrimiento supo empatizar con las necesidades más profundas del ser humano, tanto físicas como espirituales: “Todo lo que te ocurre a ti, me ocurre a mí. No puedes mirar el sufrimiento de otros sin sentirlo dentro de ti. Puedes mirar o no mirar, pero ese sufrimiento te duele a ti también, y cuando te das cuenta te sientes responsable. Y piensas ¿qué puedo hacer?” Su máxima vocación fue mantener los ideales de justicia y dignidad vivos, sin perder contacto con una vida que cambia y evoluciona perpetuamente. No se mantuvo dentro de los límites de la seguridad. Demostró con audacia que sólo podía dar sentido a su existencia saliendo del confinamiento de una vida de cerrojos y llaves. Estaba totalmente convencido de que la pobreza solo podía resolverse a través de la acción y no elucubrando teorías.

Vicente Ferrer demostró que la súbita revelación de su poder no se trataba de un milagro efímero o un producto del azar. Era el fruto de la convicción y perseverancia de que debía acabar con el individualismo y avanzar colectivamente. En la India y rodeado de un inmenso océano de miseria comprendió que su función no era simplemente entender, sino remediar.

Tenía una fuerza interior muy sólida. Forjada gracias a las redes de amor y protección que le dotaron de una seguridad ejemplar. Nunca intentó imponer su fe a nadie. Supo entender, comprender y respetar a todos los demás —y a sus creencias— por encima de las propias. Aquellos que le acusaron de querer evangelizar a los dálits les exhortaba a que buscasen un solo ejemplo: “Si lo encontráis dejaré para siempre la India”.

Nos transmitió que en nuestro cometido hay algunos elementos específicos muy importantes. El primer elemento es una cierta disposición a aceptar el sacrificio de una parte de nosotros mismos. Es ésta una profesión muy exigente. Todas lo son, pero la nuestra de manera particular. Nos enseñó que la lucha por la erradicación de la pobreza extrema no tiene término: “En este mundo social hay dos grupos, uno lo forman los poderosos, los gobernantes, que a pesar del dinero que tienen les falta alma para transformar y el otro lo forman todos los sectores de la sociedad, cuyo poder es mucho mayor que el otro, porque es la energía colectiva, aquella que puede transformar”. Él sabía que sin la ayuda de los demás no era posible materializar su sueño.

Su compromiso fue erradicar la pobreza y las desigualdades y movilizar las conciencias, a la vez que involucrar a las personas en su propio cambio. Su forma de entender el desarrollo dio lugar a un modelo ejemplar en el marco de la cooperación. Su mayor éxito ha sido proporcionar a millones de personas —que vivían de espaldas al mundo— refugio y sustento. Las diferencias de lengua y costumbres nunca le impidieron sentirse parte de la India.

Carecía de orgullo racial. Nunca consideró a ninguna nación superior a otra Para él solo había una historia: la de la humanidad. A mi padre por encima de cualquier otra cosa le preocupaba la justicia y el bienestar de las poblaciones más desfavorecidas: “Sin la solidaridad la humanidad vería impedido su derecho a la existencia. Promoverla es una condición imprescindible”.

En la India también nos encontramos ante un momento socieconómico delicado. Vivimos una degradación pública de los ideales éticos que van calando lentamente en cada persona que integra la sociedad, incubando debilidad allí donde no se vé y generando una desconfianza cínica hacia todo lo que hay de sagrado en la naturaleza humana. Si mi padre estuviera hoy aquí, nos diría con aquella personal forma de hablar, contundente —como un cuchillo con miel—, que a pesar de todo, la ley de la humanidad es la ley moral, y que la sociedad que prospera a costa de excluir la parte más desatendida lleva inscrita su propia condena. Con su ejemplo y con su enorme capacidad de trabajo nos enseñó que no podemos permitirnos una sociedad que da la espalda a quienes viven situaciones de exclusión y discriminación: “Trabajar por el desarrollo no se limita a trabajar para combatir la pobreza, sino también a esparcir nuestro corazón por todo el mundo, y dirigir nuestra acción para concienciar a todas las personas”.

Moncho Ferrer Perry es director de Programas de la Fundación Vicente Ferrer, que desarrolla programas para ayudar a transformar las zonas más desfavorecidas del Estado de Andhra Pradesh (India).

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