Cuelgamuros

Nicolás Sánchez Albornoz, que vivió esta historia en su propia carne, nunca dice “el Valle de los Caídos”. Dice “Cuelgamuros”, que era el nombre antiguo del lugar y como lo llamaban ellos, los que trabajaron allí. Pero la lengua cambia rápidamente, y los españoles actuales sólo usan ya el nombre oficial y pomposo con que lo bautizó el régimen.

En principio, en 1940, cuando se planeó e inició su construcción, se pensó en honrar con él a los muertos del lado sublevado en la Guerra Civil de 1936-1939; a los Caídos, según su retórica, en la Gloriosa Cruzada librada por Dios y por España. Por eso se trasladó allí desde El Escorial, para que los presidiera, al fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, quien encabezaba también la lista de los Caídos en cada cementerio o iglesia del país. Pero los muertos en combate simbolizan siempre mucho más que vidas concretas; encarnan los principios a los que se atribuye su inmolación. Y el monumento, cuyo proyecto y realización supervisó muy de cerca el propio Franco, pasó a ser la plasmación estética de los ideales nacionalcatólicos. Sintetizó, mejor que ningún otro de los erigidos a los Caídos en toda España, las razones que habían inspirado el alzamiento, las bases ideológicas del régimen, el engarce de la nación con valores trascendentales e imperecederos.

CuelgamurosCon nula sensibilidad, en su construcción se decidió utilizar presos, comunes y políticos, por medio del sistema de redención de penas por el trabajo. Se mataban así dos pájaros de un tiro: lograr mano de obra barata y reducir la masificación de las cárceles. Según diversas estimaciones, hasta 20.000 prisioneros republicanos llegaron a trabajar en aquella obra. Excavaron a mano —y con explosivos, para lo que vinieron bien los mineros expertos en dinamita— el enorme túnel que es, en definitiva, el templo, y rellenaron con los escombros la explanada frontal. Una quincena de ellos, al menos, murieron en accidentes laborales.

En los años cincuenta, cuando decayó el falangismo más beligerante y hubo que camuflar los orígenes doctrinales del régimen, demasiado cercanos a los derrotados en 1945, el monumento fue reorientado hacia un significado más religioso que político. Amparándose en la reconciliación cristiana, a última hora se decidió acoger también restos de los muertos del otro bando. Se hizo, de todos modos, al modo dictatorial, ordenando el traslado de los huesos de una serie de conocidas fosas comunes, sin preocuparse demasiado del permiso de los familiares. Hasta 33.800 cuerpos hay allí enterrados, entremezclados, sin diferenciar bandos ni lugares de procedencia, por lo que hoy es imposible pensar en separarlos e identificarlos. Es “la mayor fosa común de España”, ha escrito Francisco Ferrándiz, “un cadáver colectivo indisoluble”.

El Valle se inauguró en 1959, pero la fecha elegida para hacerlo revelaba la permanencia de su intención primitiva. Porque fue el 1 de abril, el Día de la Victoria. Ese año se inauguró también el Arco de la Victoria, en Madrid, cuyo nombre designaba más propiamente lo que se quería celebrar. La estética del monumento es también reveladora. Presidido por una enorme cruz de hormigón armado, de 150 metros de alto, apenas hay en él símbolos políticos e incluso escasean las referencias a la identidad nacional. Sólo figuran, en la cúpula, tres banderas españolas y una de Falange, al lado de la Asunción de la Virgen y junto a una serie de santos y mártires hispanos, encabezados por Santiago el Mayor. No hay mensajes políticos explícitos. Se podría defender que es un simple templo católico. Pero no es un catolicismo cualquiera. Es su versión amenazadora, tenebrosa, apocalíptica. Las esculturas de Juan de Ávalos y otros representan arcángeles justicieros, armados de grandes espadas. Una simbología vinculada con la Guerra Civil, que advierte de lo que espera a quienes no comulguen con los valores que el edificio simboliza.

No está claro que el monumento fuera concebido originariamente como mausoleo de Franco. Este no dejó disposiciones mortuorias explícitas, sino indicaciones indirectas, no confirmadas, y la decisión de enterrar allí al recién fallecido dictador fue del Gobierno de Arias Navarro. Se convirtió así en el lugar de referencia para los nostálgicos del régimen, que durante nada menos que tres décadas lo usaron cada 20-N para exaltar sus ideales. En 2007, a instancias del Gobierno de Zapatero, se aprobó la ley mal llamada de Memoria Histórica (de Víctimas de la Guerra Civil y el Franquismo, en realidad), que para el “Valle de los Caídos” sólo preveía cambios menores: se mantendría como necrópolis y lugar de culto, dejando en su lugar el cadáver del dictador; se prohibirían, eso sí, los actos políticos exaltadores de la Guerra Civil o del franquismo. Era una ley tímida, de intención conciliadora, aunque la “crispación” del momento la presentó como vengativa reapertura de heridas.

En 2018, el Gobierno de Sánchez dio un paso más y dispuso, esta vez sí, la exhumación de Franco y su traslado a un cementerio convencional. Lo hizo con apoyo de todos los grupos políticos, salvo la abstención del PP, Ciudadanos, UPN y Foro Asturias. Parecía lo lógico, porque era el único dictador cercano al Eje durante la Segunda Guerra Mundial que conservaba una tumba con tan evidente significado de homenaje público. Público, porque aquel monumento se construyó con dinero del presupuesto nacional. Nadie puede creer que se hiciera con aportaciones privadas voluntarias, como pretendió el régimen; lo voluntario tenía allí poca cabida (todo lo que no era obligatorio estaba prohibido, rezaba el dicho sobre el fascismo mussoliniano), y el propio decreto fundacional preveía que, si fuera necesario, se añadirían a los donativos privados “aquellas otras aportaciones que el Gobierno juzgue conveniente destinar”. Todavía hoy sigue siendo el presupuesto público quien paga anualmente la lucha contra su proceso de deterioro, muy costosa debido a la mala calidad de los materiales empleados y a su ubicación bajo una montaña recorrida por acuíferos.

¿Qué hacer ahora con el monumento? ¿No merecería el mismo destino que el cuerpo del dictador, es decir, quitarlo de la vista, dejar que se derrumbe, volarlo quizás? Como historiador, prefiero no destruir restos de épocas pretéritas. La primera vez que vi la basílica me angustió mucho porque me recordó vívidamente la estética y la visión del mundo que se nos trasmitía a los niños del franquismo. Si queremos que el pasado pueda ser evocado de manera fidedigna, lo más razonable sería, en mi opinión, preservar este residuo, desacralizándolo y convirtiéndolo en un lugar de memoria, como Auschwitz u otros campos nazis, como el memorial de la ESMA en Argentina o el Museo del Terror en Budapest. Pero habría que enseñarlo bien. Sus visitantes deberían recibir información sobre lo que van a ver en unas salas iniciales con textos explicativos y fotos de prisioneros construyendo aquella mole. Y la hospedería y abadía situadas a su lado deberían transformarse, sin monjes ya, en un centro de estudios sobre guerras civiles y dictaduras del siglo XX, expandiendo su archivo y su biblioteca actuales. El conjunto cumpliría así una función pedagógica. Serviría para conocer mejor la historia, para reforzar los valores democráticos en los que se basa nuestro sistema político y para vacunarnos en lo posible contra hechos como aquellos, tan infaustos, que el monumento en su origen quiso glorificar.

José Álvarez Junco es historiador.

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