Siempre les pasa lo mismo. ¿Qué es España? Algunos la confunden con un mapa que sale al final del telediario, cuando toca hablar del tiempo. Otros, los ignorantes, sospechan que fue un invento de Franco. Los más sesudos admiten acaso que es un «leviatán» al modo hobbesiano, un artefacto mecánico sin vida propia que merece ser jubilado en el museo de la arqueología constitucional. España, dicen, es un mero Estado. Por eso les sorprende que los españoles actúen como una nación de verdad, titular irrenunciable de la soberanía. Los nacionalistas se equivocan una y otra vez. Lo extraño es que Zapatero sea el primer presidente del Gobierno que sufre el síndrome de incredulidad ante su propio cargo. No estoy orgulloso de la historia de España, dijo sin rubor en el debate del «plan Ibarretxe» ante el Congreso de los Diputados. Por fortuna, la nación existe porque vive con naturalidad en el sentimiento de muchos millones de personas. Para mayor escarnio de la falacia constructivista, no son fascistas, ni radicales, ni tan siquiera nacionalistas. Son, somos, sencillamente españoles. Si el presidente es capaz de reflexionar, debe pesar en el platillo de la balanza términos como «proceso», ANV, De Juana y Navarra. También Estatuto catalán, Esquerra Republicana, memoria histórica. Este es el secreto a voces del resultado electoral. También, por supuesto, la M-30, los kilómetros de Metro y tantos otros logros de una gestión eficaz de los asuntos públicos, incluidas expectativas sobre la Fórmula 1 y algunos proyectos ilusionantes...
Vamos por partes. Primero, la perspectiva institucional. Una lectura suprapartidista ofrece unos cuantos puntos vulnerables a la crítica. El mapa electoral parece anquilosado. La gente está conforme con lo que hay, incluso con un reparto del territorio a base de mayorías yuxtapuestas. La ausencia de política nacional causa un grave daño psicológico. Por ejemplo: «aquí han ganado los míos; los demás, allá ellos». Cuidado con la distancia afectiva, mucho más grave que la peor reforma estatutaria. Participación a la baja: discreta en términos generales; muy escasa en Cataluña, por citar un ejemplo notorio. Crece la distancia entre la clase política y la sociedad, dicen los teóricos. Síntoma de normalidad democrática, contestan los empiristas. Mal asunto, creo, aunque conviene recordar que el silencio es una forma de hablar, en política y en la vida. No importa a quién beneficia o perjudica la abstención: es un mensaje para el buen entendedor. Los pactos poselectorales irritan con razón a mucha gente. Acierta Rajoy cuando propone que gobierne la lista más votada. Habría que implantar una convención constitucional al respecto. El juego del absurdo: el que pierde votos gana poder, porque los vende más caros. La legitimidad del sistema sufre cuando los protagonistas actúan contra el sentido común. Democracia mediática. La escena del balcón en Génova es el icono del PP. ¿Quién no ha comentado la foto del lunes en la doble portada de ABC? En el otro bando, la falta de reacción en Ferraz y el silencio elocuente de Zapatero deben ser motivo de reflexión. Para eso cobran muchos asesores bien pagados.
Vamos con los resultados. Ya pueden el aparato del partido y los suyos (que no son todos en el PSOE) contar concejales en las noches de insomnio o buscar con lupa al puñado de candidatos que ha hecho bien los deberes. Nadie les impide inventar proyecciones voluntaristas o simular hipótesis tan peregrinas como que Madrid no existe. Los hechos son tozudos. El PP ganó el domingo y podría ganar las generales. Entre otras razones, porque el presidente anuncia que no quiere o no sabe rectificar. Si continúa con su apuesta fallida, hay que exigirle que no haga nada irreparable. Hablo de Navarra, naturalmente. En Derecho habría que tomar medidas cautelares para garantizar la integridad del objeto en litigio. En términos morales y políticos, no es lícito poner en grave riesgo el régimen foral auténtico al amparo de una coyuntura que dentro de unos meses puede estar más que superada. Pero si no cree en la historia de España, mal podemos reclamar que cumpla con su deber de transmitir el legado a las generaciones futuras. Posmoderno de crianza, diluye el significado de la palabra «responsabilidad». Confiemos entonces en el instinto de supervivencia: si el PSOE entrega Navarra al nacionalismo vasco, perderá las próximas elecciones. Volvemos al principio: se equivocan unos y otros si piensan que España no existe. A lo mejor confía en la doctrina de los melios en el discurso de Tucídides: «dos cosas deciden las guerras, el poder y la suerte». Si no sabe qué pasó después, puede preguntar a sus asesores cómo acabaron los autores de la frase ante el empuje de Atenas.
¿Ganará el PP las generales? El éxito municipal y autonómico le coloca en el buen camino. Se llama centro-derecha, reformismo liberal, sociedad abierta, Estado eficaz. Tiene varios nombres y apellidos, como bien sabe Rajoy. Jugar a ganar exige apostar por los mejores. Mirar al futuro y no al pasado. Recordar que nadie quiere estar en el bando perdedor. Son reglas elementales, a veces difíciles de manejar. Aquí y ahora. El eco residual de la conspiración imaginaria en el 11-M sólo sirve para prolongar de forma artificial alguna carrera política en declive. Conjugar los principios intangibles, la inteligencia estratégica y el buen trabajo de cada día es una fórmula infalible para marcar distancias con este Gobierno que hace todo lo contrario. Los principios están muy claros: basta leer la Constitución, donde dice unidad, autonomía y solidaridad. Desde hoy mismo debe ser una prioridad la disposición para hablar en serio con posibles socios. Hablar en serio, aclaro, significa cambiar apoyos por políticas concretas, no por estatutos inconstitucionales ni por falsos procesos de «paz». He aquí otra reforma pendiente desde la Transición.
Hay quien critica de buena fe el exceso de optimismo popular en la noche del domingo. Cuidado con la euforia, por supuesto. Para ganar, el PP tendrá que trabajar voto por voto. Tal vez es decepcionante que la gente no haya abandonado en masa el peor proyecto político desde hace mucho tiempo. En todo caso, esta es la realidad, y conviene recordar con Nietzsche que la grandeza de una persona se mide por la cantidad de verdad que es capaz de soportar. Lo principal es que los 160.000 sufragios de diferencia rompen el único sentido inteligible de la política socialista en esta legislatura ya extinguida. Se trataba de aislar a la oposición, reducirla a «derecha extrema», situarla en los márgenes del sistema. Siempre fue ridículo, pero ahora resulta imposible. El crédito de Rajoy sale muy reforzado. Habrá o no congreso del PP, pero las decisiones estratégicas las puede tomar igual: quién decide las listas electorales, quién da la cara ante la opinión pública y quién escribe el mensaje ganador. Lección elemental: a estas alturas, ciertas relaciones mediáticas sólo sirven para proveer una mala supervivencia. Un político inteligente sabe que hay promesas que su interlocutor no está en condiciones de cumplir. «Nadie da lo que no tiene», dice el aforismo clásico. Por eso hace trampas quien siembra de populismo el camino de La Moncloa. Veremos qué dicen los españoles en las urnas. ¿Cuándo? Nadie lo sabe. Yo creo que Zapatero tampoco. En la modernidad líquida funciona la teoría del caos. A jugar, y ya veremos qué pasa...
Benigno Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas.