Cuentos para dormir a una nación

Era tentador echar mano de El pastor mentiroso de Esopo, fábula que circula bajo el nombre de Pedro y el lobo por confusión con la composición de Prokófiev. Teníamos a nuestro propio Pedro, de fondo sus coristas las pedrettes, con sus causitas convertidas siempre en emergencias, y cuando llega la emergencia de verdad, etc. Pero no.

En la emergencia de verdad, nuestro Pedro hacía lo contrario a lo acostumbrado porque el ocho de marzo caía en ocho de marzo. Y todo se invertía. Era un montón de voces normalmente tibias con las emergencias de las causitas las que se desgañitaban advirtiendo que venía el lobo, y era el Gobierno el que juntaba a ciento veinte mil personas en una manifestación callejera. Y era también una clase política -y mira que me gusta poco la expresión, pero es que aquí se han comportado como tal- la que temerariamente se sumaba por el qué dirán, o bien reunía a su propia multitud. Así que el cuento no encaja.

Bueno, disponemos de un surtido de cuentos chinos, siempre muy socorridos, a los que ahora se une la supuesta ejemplaridad del gigante asiático (¡toma idée reçue!). Otro con menos miramientos se preguntaría en este punto en cuántos países civilizados se permiten los mercados de animales vivos y las sopas de murciélago. Me limitaré a recordar (sí, es una paralipsis, ¿y qué?) la opacidad china con una epidemia de cuya perniciosa naturaleza tenían noticia, como mínimo, desde diciembre; y el silencio impuesto a sus especialistas, incluyendo la destrucción de muestras. Se perdieron unas semanas preciosas.

Se ha tratado al pueblo español como a una clase de párvulos incapaz de encajar una verdad sin entrar en pánico, prevención cuyo único fruto, podrido, ha sido postergar decisiones necesarias, inevitables. En eso de tomarnos a todos por débiles e impresionables criaturas han coincidido los mentirosos bidimensionales que, antes de hablar en público, solo se preguntan si lo que van a decir sirve o no a sus amos, con gentes intachables y bien intencionadas. Ya saben, los albañiles involuntarios del infierno.

Cuando cae una verdad como un mazazo y ya no hay manera de relativizar las cosas, cuando pasa lo que acaba de pasar, lo que se relativiza es todo lo demás. O, mejor dicho, todo lo demás adquiere de repente su verdadera dimensión. Los más próximos cobran, realmente, la importancia que siempre hemos sabido que tienen, solo que ahora traducimos nuestra convicción a hechos concretos, a sacrificios, postergaciones, controles de daños y realismo a raudales.

También volvemos a constatar hasta qué punto estamos en deuda con médicos y enfermeros, con policías y, pronto se verá, con militares. Si hay algo ajeno al cuento en este nuestro mundo, mitad real y mitad virtual, es la disposición al sacrificio personal, al servicio a la comunidad, de los profesionales que comprometen su salud para proteger la nuestra. Y en esa constatación recobran su sentido los viejos valores morales que de forma bobalicona tuercen en su discurso -equiparándolos a eso: a mero discurso o narrativa- tantas personas leídas. También se yerguen y despliegan su fuerza, como siempre que las cosas se ponen feas, conceptos como el mencionado: comunidad. Más invocado pero no más vivo en los Estados Unidos que en el mundo mediterráneo.

Estoy observando estos días, con interés de entomólogo, cómo discurre la lógica nacionalista. Mi hipótesis es que la pandemia va a causar estragos en el secesionismo y va a devolver la memoria a mucho amnésico político. Al forzarse el regreso del principio de realidad, innumerables sujetos inducidos largamente a la enajenación van a comprender lo importante que es un Estado. Uno que existe desde hace siglos. Uno de verdad. Y también que no hay instancia por debajo o por encima que pueda sustituirlo a las duras. A las maduras sabemos de sobra que sí.

A la espera de que mi hipótesis se valide o se refute, voy de sorpresa en sorpresa. Las quejas de Ada Colau por la falta de unidad en la toma de decisiones de las comunidades autónomas colocan a la alcaldesa de Barcelona, de súbito, en sintonía con Las autonosuyas de Vizcaíno Casas. Ja. Poco antes de aislar varias poblaciones catalanas, la consejera de Sanidad de allá les explicó a los periodistas que el brote catalán era especial, completamente distinto al del resto del país. Hay un verbo catalán intraducible y pegajoso: nostrar. Algo así como «hacer nuestro», hacer que algo sea catalán, pero con matices malolientes para el catalán libre. Como de casa cerrada. Precisamente.

Si el presidente del Gobierno ha cumplido algo por una vez, España estará en estado de alarma cuando lean esta página. Los españoles somos infinitamente más civilizados de lo que aparentamos creer, pero ese anuncio es un disparate porque los estados de alarma se declaran; no se declara que se declararán. Con un pueblo más asilvestrado, anunciar y postergar podría provocar un caos de dimensiones considerables por el temor al racionamiento, por ejemplo.

He visto unas imágenes de una calle vacía de Siena, por la noche, donde los vecinos entonan a coro, desde sus casas de balcones abiertos, canciones melancólicas. Son momentos de extraña belleza, donde el espíritu indomable surge de un grupo improvisado de seres libres y confinados, confinados y libres, que se consuelan y se dicen lo que nunca tenemos tiempo de decirnos.

Yo tantearé cancioncillas a solas ahora que tengo todo el tiempo del mundo para desperezar la guitarra. Se las voy a dedicar a las personas infectadas que conozco. Todas ellas son políticos profesionales. De alguna discrepo radicalmente, con otro comparto algunas cosas, con otra casi todo. Cuidaos, poneos bien. Las circunstancias nos obligan a aplazar trabajos y fiestas, pero no la expresión del afecto.

«Todos en casa» era un lema y ahora es una descripción. Aprovechen para descansar, para leer y para analizar con realismo -pues esa bendición ha llegado envuelta en el viento de la maldición bíblica- la mejor forma de protegerse ante la crisis económica que va a seguir a (o se va a solapar con) la sanitaria. Será dura y habrá que hacerle frente como adultos. Sin cuentos.

Juan Carlos Girauta

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *