Cuestión de estómago

La vida pública en el País Vasco es a veces cuestión de estómago. Hay que tenerlo para presenciar en el juicio la actuación de los terroristas que atentaron contra Eduardo Madina e imaginar que alguien piensa que esto es un episodio de la lucha de los vascos por la liberación de Euskal Herria. Hay que tener estómago para comprobar que siguen entre nosotros quienes les jalean, y que a los asesinos (frustrados en este caso, afortunadamente, pero autores de un atentado con gravísimas consecuencias) les llaman aún 'prisioneros políticos vascos' y se refieren a ellos como 'dos jóvenes vascos' detenidos -'presos vascos'- y juzgados por ello, como si lo fuesen por su juventud y por ser vascos. La inteligencia tiene límites, pero la estupidez no.

Esta insidia culpable la transmiten también en este caso, en el que los terroristas intentaron asesinar a un joven vasco. Es posible que no lo hicieran porque lo fuese, sino para acabar con la libertad y la democracia y porque desde sus paranoias vieron en Madina, socialista, un secular enemigo de Euskal Herria.

El contraste ha sido lacerante, pocas veces las diferencias de categoría moral han salido tan a la luz. De un lado, dos descerebrados, que al parecer han pasado su vida pensando en matar y destruir; y que reían, con la risa del fanático, quizás orgullosos de su contribución a la libertad vasca. De otro, Eduardo Madina, un ejemplo de dignidad, coherencia democrática y valor vital. Nos ha dado una razón para que, por una vez, los vascos tengamos algún motivo de orgullo, la sensación de que quizás no está todo perdido.

Víctima y terroristas son en este caso jóvenes, de la misma generación cronológicamente hablando -vitalmente median entre ellos abismos siderales, los que separan el oprobio nazi del heroísmo democrático-. Esta circunstancia obliga a preguntarse cómo puede ser que los tales Iker y Asier -al parecer hay un tercero, un tal Alejandro, que ideó la 'hazaña' y que ya amenazaba a Eduardo Madina en el instituto «por ser socialista o de Gesto por la Paz», cinco años antes del atentado: un lustro de odio, idiotez y alucinación-, nacidos tras la Transición, en un régimen democrático y un País Vasco autónomo, llegaron a la depravación ética y la perversión intelectual por las que se sentían autorizados a asesinar; y perdieron el sentido del valor de la vida, o carecieron siempre de él; cómo es posible tal fanatismo.

No pueden alegarse, ni siquiera como excusas, razones políticas ni una presunta opresión dictatorial, ni sojuzgamientos, salvajes o tenues, a la cultura y manifestaciones vascas. Resulta imposible, habida cuenta de la edad de los interfectos: en su época no ha habido nada de esto, ni de lejos. ¿Entonces, qué sucede, en estos casos y en las decenas de sujetos que han cometido similares crímenes o han iniciado su carrera delincuente en la kale borroka? Buscar explicaciones colectivas no significa, claro está, exculpar en ningún grado a los delincuentes, responsables de sus actos. Tan sólo permite atisbar las raíces de esta barbarie, que resulta tan necia como insólita, pues resultan absurdos los embates del terrorismo en una sociedad privilegiada como la nuestra, que lo es en términos políticos y económicos, en niveles de vida y de oportunidades vitales, colectivas, sociales y políticas, en un grado similar al de las sociedades más avanzadas. Y eso con terrorismo, no digamos si no existiese.

Descontado que no resulta posible localizar opresiones nacionales, culturales, económicas o dictatoriales que expliquen objetivamente ésta y otras atrocidades, cabe preguntarse si en la génesis de fanáticos de este tipo no habrán influido: las propagandas totalitarias que hablan de Euskal Herria como una causa por encima de los ciudadanos y que 'justifica' cualquier salvajada; la difusión de conceptos etnicistas que desprecian la pluralidad y la democracia y repudian al que discrepe de los fanatismos; entornos familiares y grupales que funcionan como un gueto, aferrados al victimismo, la agresión, la brutalidad y la incultura, un submundo de solidaridades perversas. Y también lo poco que se combaten sus argumentos, como si tuviesen alguna razón; lo poco que se difunden los valores de la democracia y de la convivencia; la 'comprensión' nacionalista (la de los 'nacionalistas moderados', si aún lo son) de las actuaciones terroristas, que no se justifican, pero se entienden; las reticencias de tales sectores a los cauces democráticos, cuya validez se acepta sólo si ayudan a la causa nacional; la especie de que el terror de los terroristas obedece a causas profundas y que no se resolverá hasta que se solucionen éstas, en un esquema en el que no caben consideraciones éticas y democráticas.

Las risas de los tales Iker y Asier que quisieron matar a Eduardo Madina han dado lugar a varios intentos periodísticos de comprensión. Por la dificultad de entender racionalmente estos comportamientos anormales se ha apuntado que era risa de culpa; una risa estúpida de autodefensa. Quizás porque no resistían la presencia de Eduardo Madina uno llamó 'fascista' al juez, para que le echara. Quizás: cualquiera sabe cómo funciona la mente del demente, qué mecanismos tiene, qué le hace brotar la carcajada al terrorista. Se me ocurre, sin embargo, que estas explicaciones bienintencionadas minusvaloran el abismo que separa a las tropas hitlerianas de la normalidad. Se me ocurre que la de estos sujetos era la risotada del canalla, de los fanáticos que en ese momento, el del juicio, vivían su momento de gloria, en el que su submundo les contempla, no como seres abyectos y despreciables, sino como a unos héroes, 'jóvenes vascos' que lo han dado todo y cumplido con su deber y que por eso están sufriendo la represión y son 'luchadores vascos'.

Seguramente ellos siempre han ansiado que les reconozcan como tales, ahora han cumplido su ilusión y, alegres, quieren demostrar despreciativos que están a la altura de su misión histórica. Las suyas son quizás carcajadas de triunfo personal y de desprecio a la sociedad que han combatido, expresan su sentimiento de superioridad y el regocijo porque notan que los suyos están con ellos y que con el tiempo les llegarán los homenajes. Ríen, quizás, porque siguen odiando lo que Eduardo Madina representa y porque ellos no se han quedado sin pierna.

Manuel Montero, catedrático de Historia Contemporánea de la UPV-EHU.