Cuestión de principios

Esto va más allá de celos y ambiciones personales. El aquelarre montado en el partido que encabeza la oposición al sanchismo ha de tener razones más profundas que un día, cuando quizá sea ya demasiado tarde, llegaremos a conocer. Hasta ahora las ideológicas formalmente no han entrado en escena. Como en una pintura negra goyesca, personajes de pelaje diverso, azuzan a los encarados en su cruce de invectivas.

La crisis larvada durante meses explosionó a raíz de la pírrica victoria popular en los recientes comicios castellanoleoneses. Las urnas pusieron a los ganadores ante un dilema; cuestión de hondo calado, pues la respuesta en uno u otro sentido condicionaría la manera de hacer oposición desde el centro derecha. Tal vez la grotesca demonización de Vox por parte del sanchismo, cuando el inquisidor está liado con comunistas, golpistas y demás agentes anticonstitucionales, haya servido de yesca para este fuego sin control.

Cuestión de principiosLa ultraderecha no es realmente la vía mejor para llegar a los consensos básicos que hoy requiere la sociedad española. Como tampoco lo son el partido comunista ni la ultraizquierda populista que se deshoja en cada paso por las urnas. Con el desparpajo que le caracteriza, la presidenta de la Comunidad de Madrid se despachó en un román paladino de escaso uso en estos tiempos: «Prefiero pactar con el partido de Ortega Lara que con aquellos que pactan con los que lo secuestraron».

El comentario podría haber servido para desencadenar un debate de estrategia política entre los populares, pero lejos de ello, lo expresado por los contendientes ha girado en torno a controles, sospechas, y hasta insidias personales.

Pero, en fin, quiéranlo o no, quienes detentan la representación de millones de ciudadanos terminarán por sofocar el incendio. Cuánto pueda salvarse es otra cuestión. Y en cualquier caso ellos, y los de enfrente, tendrán que comenzar a restaurar los principios que hacen posible la convivencia en paz dentro de una sociedad compleja y diversa. Horizonte nuevo y cierto.

Lo que está pasando, destrozos como los sufridos en instituciones fundamentales del sistema, es consecuencia de la falta de principios que aqueja a gran parte de la dirigencia política, como el respeto a la ley, la promoción de la libertad y la igualdad de oportunidades, o el sometimiento de los intereses particulares a los generales.

El chalaneo, el regate cortoplacista, la doblez y otros modos tan habituales hoy entre quienes marcan la pauta en la vida política reflejan la carencia de principios, de ideas rectoras de su conducta.

Montesquieu, personaje lúcido ante el ancho mundo de la organización del poder, escribió que la corrupción de los gobiernos suele comenzar por la de sus normas y principios.

Más que de los principios del sistema, que mal que bien se conservan escritos en la Constitución, la cuestión está en los que cada representante democrático debería llevar encima, y con el orgullo que Napoleón infundió en sus huestes con aquello de que cada soldado francés llevaba en su cartuchera el bastón de mariscal.

Por ejemplo, el respeto; principio inherente a la cualidad de ciudadano. Comenzando por el respeto a sus semejantes, a los miembros de la sociedad, y siguiendo por el debido a las leyes y normas establecidas.

Respeto a los mayores, respeto a la Historia labrada durante siglos día a día, hasta hoy. Su manipulación es incivil; pervertir su curso para inculcar en los más jóvenes el rechazo a sus propios orígenes es una especie de golpe. Golpe a la Nación más que al Estado, porque destroza las bases para poder sentir el orgullo de pertenencia natural en los patriotas.

Respeto al pueblo, al titular de la soberanía nacional. Triquiñuelas como impedir a sus representantes en el Parlamento el debate sobre asuntos que afectan a los intereses generales, como la reciente ley laboral, es propio de autócratas. El Gobierno lo viene haciendo con indisimulado empeño al despacharlos por la vía del decreto ley que se somete a ratificación, impidiendo el debate parlamentario.

Y el asunto alcanza niveles de desprecio intolerable cuando el Ejecutivo se sirve de perchas para colgar con disimulo cuestiones que nada tienen que ver con el asunto principal. Tiene bemoles el reciente caso de la obligatoriedad del uso de mascarillas incluido en el decreto ley de revalorización de las pensiones. La medida era tan urgente y necesaria, requisitos de todo decreto ley, que en siete días fue derogada.

Todo esto apela a la decencia, principio que nuestra Academia de la Lengua asocia con honradez y rectitud.

Actuar como si el fin justificara los medios es indecente; sea ese fin cual fuese. Esta es una de las causas del aura de mendacidad que enturbia la política y otras actividades sociales, que no conviene olvidar que los políticos, todos, son a la postre reflejo de la sociedad de la que salen.

Afortunadamente ningún poder tiene mordazas suficientes para acallar las voces de una realidad que termina haciéndose pública. Medios informativos han dado recientemente cuenta de hechos como los investigados por la Guardia Civil sobre negociaciones con los testaferros del terrorismo etarra dirigidas por el ministro del Interior. Enfangarse en la alternativa presos o presupuestos, que los bilduetarras plantearon al sanchismo, como los golpistas catalanes antes, revela cuánto sinvergüenza está en los mandos.

La oscuridad, terreno propicio para las maniobras de delincuentes, termina por convertir en sospechosos a quienes se sirven de ella como escudo protector de sus artimañas. Ninguna política basada en la opacidad y el engaño es honesta ni honrada.

Si esta tropa que cargamos encima de nuestros bolsillos hubiera leído más allá de la orden del día con que el mando los alimenta sabría que Maquiavelo, además de ‘El Príncipe’, catecismo del trillado maquiavelismo, en ‘El arte de la guerra’ habló por boca del personaje Fabrizio para enumerar los principios que habría que recuperar para un buen gobierno:

«Honrar y premiar la virtud, no despreciar la pobreza, estimar el régimen y la disciplina militares, obligar a los ciudadanos a amarse unos a otros y a no vivir divididos en sectas, preferir los asuntos públicos a los intereses privados, y otras cosas semejantes que son compatibles con los actuales tiempos».

Sin principios ¿qué final nos espera?

Federico Ysart es periodista.

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