Cuestiones previas

Desde el momento en el que el PP parece haber asumido la necesidad y la posibilidad de la reforma de la Constitución -aunque últimas voces parecen restringir dicha posibilidad- , todo apunta a que en la próxima legislatura los partidos políticos presentes en la cámara de los diputados van a tratar de buscar los acuerdos necesarios para iniciar el proceso de alguna reforma constitucional. Pero la imperiosa necesidad de reforma, que para muchos es evidente, viene acompañada de la distancia insuperable que parece existir entre las distintas propuestas de reforma que se manejan en los distintos partidos. Y pudiera ser que el fruto de tanto debate al final no sea otro que el de una nueva frustración colectiva, algo que debiera evitarse a toda costa.

Para ello no estará de menos analizar y tratar de aclarar algunas cuestiones previas, pues si no se hace, el fracaso será aún más inevitable. La primera cuestión previa es la de rememorar en qué consiste la constitución de una comunidad política o nación política. Es evidente que no estamos en el momento de la Transición en el que se trataba de constituir la comunidad política española tras la muerte de Franco. Pero son demasiadas las voces que dan a entender que aunque, en estos momentos España sea una comunidad política, una nación política perfectamente constituida, en realidad sí es necesario a una especie de reconstitución de la nación política que es España.

Cuestiones previasPor eso es necesario rememorar en qué consiste la constitución de una comunidad política. La constitución de una comunidad política, de una nación política, consiste en transformar lo que es una realidad histórica contingente y particular, por medio del sometimiento al imperio del derecho, en una comunidad política, superadora de contingencias e identidades culturales particulares, y por ello tendencialmente universal. Es decir, la constitución de una comunidad política consiste en tratar de resolver la contradicción a la que apunta Habermas entre la universalidad del derecho y la ley, el Estado, y la particularidad de las naciones etnoculturales de la historia y su contingencia geográfica.

Esta transformación no se produce en el vacío de la historia, sino a partir de realidades históricas y geográficas existentes. Ellas son los sujetos constituyentes que han de someterse al imperio del derecho para pasar a ser comunidades políticas constituidas y potencialmente universales: comunidades que se basan en la afirmación de que todos los seres humanos son potencialmente ciudadanos y conciudadanos. Quienes quieran romper una nación política así constituida asumen la obligación y la responsabilidad de mostrar fehacientemente que en dicha nación política no se respetan los derechos humanos universales y el buen gobierno basado en ellos. En caso contrario están destruyendo una comunidad legítima, un bien público garantía de libertad y de paz.

La nación política se caracteriza por la capacidad de asumir, respetar, garantizar y gestionar el pluralismo, es decir la libertad de ser diferentes sin poner en peligro la libertad de los demás. El pluralismo es social y puede ser también territorial. El pluralismo territorial no anula el pluralismo social interno a ese territorio, y además, en la mayoría de los casos, implica un pluralismo lingüístico, cultural y de sentimientos de pertenencia apenas territorializable en su interior. La capacidad citada de asumir, respetar, garantizar y gestionar el pluralismo sin que se rompa o desintegre la sociedad se debe al acuerdo básico entre los ciudadanos que constituyen la comunidad política, la nación política sobre los derechos y libertades fundamentales y sobre las reglas, normas y procesos que los garantizan. Todos los que participan en ese acuerdo son acreedores a la misma legitimidad democrática.

En el caso de España la segunda de las cuestiones previas para que cualquier proceso de reforma de la Constitución pueda tener visos de éxito es poner en práctica lo dicho en la última frase del párrafo anterior: todos los que participan en el acuerdo básico constituyente son acreedores a la misma legitimidad democrática. No tiene sentido proceder a una reforma de la Constitución, a consolidar la nación política ya constituida, si uno de los partidos básicos del sistema desconfía radicalmente de la fidelidad constitucional del otro partido básico, y si éste cae permanentemente en la tentación de negar legitimidad democrática al primero.

Es imprescindible que la cuestión previa apuntada sea abordada cuanto antes, independientemente de que estemos ante las próximas elecciones generales: el PP y el PSOE deben establecer contactos para alcanzar la complicidad política mínima que implica el concederse mutuamente toda la legitimidad democrática requerida por el acuerdo constitucional compartido. De lo contrario, la reforma está inevitablemente abocada al fracaso. Los partidos emergentes no pueden caer en la tentación de fundamentar su propia legitimidad en constituirse en árbitros que juzgan la legitimidad constitucional de los demás partidos.

Tercera cuestión previa: es preciso deslindar lo que debe entrar en el proceso de reforma y lo que no, y tener muy claro lo que implica que una determinada cuestión entre o no entre en la reforma. No estaría mal recurrir a las dos limitaciones de la soberanía que define Ferrajoli: lo que el Estado nunca puede hacer, y lo que el Estado no puede dejar de hacer. En el primer caso se establecen límites infranqueables a la actividad del Estado. Son prohibiciones que afectan a lo que el Estado puede hacer. En el segundo caso la referencia es a actos positivos que el Estado no puede dejar de hacer, sobre todo para garantizar que a las libertades formales les correspondan mínimos materiales que no las invaliden de hecho.

Los límites y las prohibiciones son notorios en la medida en que la ética negativa es clara al establecer precisamente límites, prohibiciones y no indicar elementos definidos positivamente -establecen derechos y libertades fundamentales-, mientras que los segundos se mantienen siempre abiertos al debate: la libertad de conciencia es inviolable, mientras que el derecho de ciudadanía no puede depender de confesar una determinada identidad, de evidenciar un determinado sentimiento de pertenencia, y en esto no puede haber graduaciones, son límites absolutos. El mínimo de seguridad material para poder ejercer efectivamente las libertades formales puede estar siempre abierto a debate: ¿debe existir una renta mínima de garantía para todos? ¿A cuánto debe ascender dicha renta mínima de garantía? Las definiciones de contenido positivo pueden estar siempre abiertas a debate, como no lo están los límites y las prohibiciones referidas a derechos y libertades fundamentales.

Teniendo claro que una Constitución es, por definición, política, pues es el fundamento de la comunidad, de la nación política, se halla, sin embargo, fuera del debate político diario. Si se elevan a categoría de principios constitucionales cuestiones de contenido positivo debatibles, la consecuencia puede ser doble: que la Constitución misma se vuelva contradictoria, pues establece límites a la libertad ideológica o de proyecto político más allá de los límites propios de los derechos y libertades fundamentales al elevar a categoría constitucional determinados contenidos de proyectos políticos concretos. Y en segundo lugar: el debate político queda devaluado, pues todo lo que tiene alguna importancia está constitucionalizado y, por lo tanto, extraído del debate político ordinario.

Existe en España la obsesión de resolver el problema del incumplimiento de las leyes por medio de la promulgación de nuevas leyes. A esta obsesión parece que se le está añadiendo una nueva: resolver problemas de cultura política por medio de previsiones constitucionales o paraconstitucionales. La sumisión del poder judicial es un problema de primer orden para la democracia española. El problema del que deriva no es principalmente una cuestión de leyes, y menos de preceptos constitucionales, sino un problema de cultura democrática, que no nace de las leyes. Debe ser algo previo. Debe nacer del convencimiento de los partidos políticos de que es bueno incluso para ellos mismos que la justicia, el poder judicial, sea lo más independiente posible. Un convencimiento que debe nacer de la fortaleza del propio proyecto político, del respeto a la legitimidad democrática del resto de actores políticos, de la confianza en la inteligencia de los electores.

Uno no puede más que desear que la disposición al acuerdo de los partidos políticos para llevar a buen puerto la reforma de la constitución esté a la altura de la necesidad tan proclamada de dicha reforma.

Joseba Arregi fue consejero del Gobierno vasco y es ensayista y presidentre de Aldaketa.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *