Cuidado con Canarias

Por J. J. Armas Marcelo, escritor (ABC, 23/05/06):

NI en los momentos más hambrientos de su pequeña y sufrida historia han planteado las Islas Canarias problemas mayores a España y al Estado. Al contrario. Basta leer La fe nacional de Benito Pérez Galdós para darnos cuenta del sentimiento español que, contra ciertas apariencias, siempre habitó la condición humana del insular canario. Aunque en muchas ocasiones sus justas reivindicaciones, desde el punto de vista histórico mal manejadas y peor gestionadas por sus clases dirigentes, fueron desoídas por los gobernantes del país, Canarias no fue nunca «un grave problema» para quienes, exagerando la nota colonial, enviaban desde Madrid a jugar el papel oficial de gobernadores civiles de las islas a bedeles de los ministerios a los que se les agradecían las lealtades prestadas. No sin exquisita sorna british, Domingo Pérez Minik pudo afirmar que «los dos principales errores históricos de la historia de Canarias fueron no dejar entrar a Nelson y dejar salir a Franco».

En la mitad de los años 50 del siglo XX, un insólito fenómeno sociológico, el turismo europeo, tomó cuerpo al sol y las playas de las Islas Canarias y el turbión de un cambio tan repentino se hizo notar en los modos y costumbres, pero sobre todo en la economía del Archipiélago. Fue el nacimiento del milagro económico canario, que pasaba de los menesteres de la agricultura sudorosa del plátano, el tomate y la cochinilla, a la riqueza repentina y sorprendente del turismo internacional. No todo fue coser y cantar en un país, Canarias, cuya única epopeya escrita en su historia se reducía a la emigración masiva a América, especialmente a Cuba y a Venezuela. Pioneros y fundadores fuimos los canarios, aunque se desconozca o se ningunee flagrantemente, en San Antonio de Texas y San Bernardo de Nueva Orleáns, en el norte; y en Ica y Montevideo, en el sur, por dar sólo un par de ejemplos. Hay, además, una diferencia del emigrante canario a América con respecto al resto de los emigrantes españoles: su voluntad de naturalizarse del lugar que lo recibía, sin olvido de su insularidad, pero sin reproducir fuera los vicios de origen, la temida indolencia, su gusto por lo rutinario, el conservadurismo letal y el constante desguace de las ilusiones. No insisto en Cuba ni en Venezuela, donde es bien conocida la cantidad y la calidad de la emigración canaria, que contribuyó sustancialmente a la construcción nacional de esos países. Hasta el punto de que muchos canarios nos describimos como españoles raros (repárese en que raro es adjetivo y que español es sustantivo: lo sustancial), mitad venezolanos, mitad cubanos. En este caso, sabemos lo que estamos diciendo: contaminados benéficamente, los canarios somos de muchos lugares a la vez, de esos lugares a los que hemos ido y de los que hemos vuelto una y otra vez en nuestra pequeña historia. Como si fuéramos las islas lo que en todo caso también somos en definición del mismo Pérez Minik: entrada y salida de viajeros.

Y aquí, en la entrada y salida de viajeros, está el verdadero problema de hoy. Los tiempos, la entrada de España en la Comunidad Europea y el reconocimiento de territorio ultraperiférico han sacado a las Islas Canarias, tan tildadas de Afortunadas en los escritos desde la Antigüedad clásica, de la pobreza secular -lo dicen sus índices económicos-, además de transformarla en receptora de la inmigración cuando de toda la vida no era más que masiva «dadora de emigrantes» a América. Desde luego, Canarias no es ni mucho menos aquella región frontera con inmensas posibilidades de todo género, incluso culturales, pero esencialmente económicas, que señaló el inolvidable Antonio Carballo Cotanda en sus insoslayables ensayos, porque el error del hombre canario ha estado siempre en resolver sólo sus problemas inmediatos sin plantear debidamente la resolución de esos problemas a medio y largo plazo. Por eso sigue siendo un territorio imprevisible, frágil, fragmentado y con tendencia suicida al «fragmentarismo» interior, atomizado en su mentalidad (una isla no es lo mismo que otra, por mucho que sea su espejo) e inseguro. A pesar del autogobierno y la autonomía de los últimos veinticinco años de democracia. Canarias se delata además como una fórmula histórica que, en términos de identidad, sobrepasa la contradicción razonable: aunque mestizados hasta perder la memoria, somos blancos en la inmediata África negra; geográficamente somos africanos, pero políticamente somos Europa, por españoles (o seríamos ingleses, si hubiéramos dejado entrar a Nelson), pero pensamos y actuamos con la indolencia americana del Caribe y Venezuela. Y nos dejamos llevar más de la cuenta por el «carpe diem», porque creemos que mañana -y siempre- Dios (el sol del turismo) proveerá.
Pero se nos ha olvidado a los canarios (y a España entera) un par de asuntos muy relevantes: que, en comparación con el mundo del que venimos, ya somos ricos; y que, en comparación con lo que nos viene como una avalancha humana sobre nosotros, somos riquísimos. De ahí, de los múltiples «efectos llamadas», de la televisión, de las sucesivas malas políticas de inmigración en origen y destino, de nuestro progreso y, sobre todo, de la ruina histórica de los países del Este y los latinoamericanos, y de la gran miseria de África, nos viene la inmigración actual. Me refiero a la inmigración ilegal y criminal, que es de la que estamos ahora hablando: de los cayucos. Del viernes 12 al 19 del presente mes de mayo, casi 2.500 inmigrantes ilegales ingresaron a las Islas Canarias, tras salir ilegalmente de sus países de origen y navegar durante días las cientos de millas de un viaje las más de las veces trágico y mortal. Quienes digan desde el gobierno español que esta avalancha de inmigrantes ilegales se produce por «la circunstancia especial» del buen clima y del excelente estado de la mar, como un plato de plata, expedito como un camino sin riesgos, no sabe bien lo que dice. Y, si lo sabe, miente. Como no se tomen urgentes medidas diplomáticas, económicas, políticas y culturales con los países de origen; como el gobierno español no se apreste a ver que la gravedad del problema está empezando y no terminando; como las autoridades de la Comunidad Económica no se den debida cuenta del drama cotidiano de la inmigración ilegal en las costas canarias y atajen con soluciones tan urgentes como pertinentes la invasión que no ha hecho más que comenzar y que, de otro modo, será imparable, cuidado con Canarias.

Ojo, pues, con Canarias. Ya es un gravísimo problema la superpoblación del Archipiélago, que no da abasto a cuanta gente -por ser rico: por ser percibido como rico aeropuerto europeo de entrada y salida de «viajeros» - llega a las islas. ¡Cómo no va a ser un grave problema la avalancha de los cayucos de la inmigración ilegal! Literalmente y sin exageraciones: no hay sitio, no hay lugar para más gente. Ese grito está subiendo de tono en Canarias sin que nadie en España y en Europa repare en el problema que está en puertas. Sólo estamos en los prolegómenos. Ojo con Canarias. Aunque no lo parezca, aunque nadie lo perciba con claridad, puede estallar cuando menos se lo esperen. Y los daños -no sólo económicos, sino de reconocimiento histórico de España- pueden ser irreparables. Hay tiempo todavía, pero cada vez menos para evitar eldesastre que tiene, sin dudas, sus responsables canarios, españoles y europeos.