Cuidado con los símbolos

"Los que de palabra, por escrito, por medio de la imprenta, grabado, estampas, alegorías, caricaturas, signos, gritos o alusiones, ultrajaren a la Nación, a su bandera, himno nacional u otro emblema de su representación, serán castigados con la pena de prisión correccional”. No, no se trata del anteproyecto de ley de seguridad ciudadana que ha presentado el ministro Fernández Díaz, sino de la llamada Ley de Jurisdicciones, aprobada en 1906 para sancionar los ataques a los símbolos españoles. Como la ley Fernández, aquella norma incluía también los de “las regiones, provincias, ciudades y pueblos de España y sus banderas o escudos”. Entre ambos textos hay más de 100 años y al menos una diferencia notable: el primero habla de delitos juzgados por los tribunales, y el segundo, el actual, de infracciones y multas impuestas por las autoridades al margen del Código Penal, que ya contempla las ofensas a España y sus comunidades. Pero en el fondo late una preocupación idéntica: proteger a la patria frente a sus enemigos internos.

Los símbolos ocupan un lugar central en la construcción de las naciones: no solo representan los valores comunes y sirven para identificar a los Estados nacionales, sino que además permiten reconocerse a los miembros del grupo, activan sus emociones y les impulsan a la acción política. La lista podría ser muy larga e incluir escudos, banderas, himnos, fiestas, monedas, bailes, monumentos, lugares, personajes y episodios históricos. Aunque nadie pone en duda la preeminencia de dos de ellos: el himno y sobre todo la bandera. Para constatar su importancia, basta con observar el empleo intensivo que el nacionalismo catalán hace hoy de la enseña independentista, la estelada, que añade a las cuatro barras oficiales un triángulo con estrella de cinco puntas. Un diseño inspirado en su día por la bandera de Cuba, la colonia cuya pérdida, a raíz de la guerra hispano-estadounidense de 1898, se interpretó como un verdadero desastre nacional para la metrópoli.

Si los acordes y versos de un himno estimulan los sentimientos patrióticos, la bandera se convierte a menudo en objeto sagrado, encarnación de la patria en cuyo altar se sacrifican las vidas de sus hijos. Los niños aprenden a respetarla, los soldados juran que morirán por defenderla. No hay mejor ejemplo de esta sacralización que el de Estados Unidos, donde los escolares recitan cada mañana el juramento de lealtad a la enseña de las barras y estrellas, que tiene su propio día festivo, no puede tocar el suelo ni ondear a oscuras y se pliega cuidadosamente tras cubrir los ataúdes de los caídos para ser entregada a sus deudos. Los profesores norteamericanos Carolyn Marvin y David W. Ingle estiraron el símil religioso hasta afirmar que “la bandera es el dios del nacionalismo y su misión es organizar la muerte”. No resulta extraño, pues, que muchos Estados penalicen el maltrato a sus emblemas y en especial a sus banderas. Aunque contrasten las duras sanciones de Francia, Alemania, Portugal o Italia con la ausencia de castigos en entornos multinacionales como Gran Bretaña, Canadá y Bélgica.

Los nacionalistas de cualquier signo suelen subrayar la unidad que generan sus símbolos, elementos de cohesión que atenúan las luchas partidistas o de clase y herramientas para alcanzar la feliz armonía que predican. Confunden deseos con realidades. Porque el uso y el abuso de la simbología nacional, y no digamos su tratamiento en las leyes, provocan múltiples conflictos y contribuyen a agravar los existentes. La historia de Europa está llena de pugnas simbólicas, bien porque haya dos o más versiones del mismo nacionalismo o bien porque movimientos nacionalistas contrarios choquen entre sí. Pensemos en Alemania, donde se enarbolaron varias banderas: aparte de la republicana hoy en vigor, fueron oficiales la imperial, la nacional-socialista con la esvástica y la que agregaba el escudo comunista. Por no mencionar su viejo himno, del que solo sobrevive una estrofa porque las demás parecían demasiado agresivas tras la II Guerra Mundial. Italia prescindió de su Marcha real cuando cayó la monarquía y aún se discute la idoneidad del nuevo himno, mientras que los emblemas postsoviéticos o posyugoslavos han dado origen a abundantes contenciosos.

En España, la protección legal de los símbolos nacionales a lo largo del siglo XX trazó una trayectoria tan compleja como lamentable. La Ley de Jurisdicciones significó un comienzo explosivo, pues aparte de castigar los ultrajes a la patria traspasó los delitos de opinión contra las Fuerzas Armadas —que no siempre se distinguían de los anteriores— a los tribunales castrenses. Fue ratificada por un Parlamento liberal presionado por un Ejército que, erigido en guardián de la patria, reaccionaba con violencia ante el joven catalanismo. La respuesta vino con la crecida electoral de los nacionalistas, coligados en la Solidaritat Catalana. Más tarde, la dictadura del general Primo de Rivera atendió las demandas militares, cedió los actos antipatrióticos al fuero de guerra y prohibió los símbolos de los nacionalismos subestatales. La Segunda República autorizó estos últimos y utilizó sus propios emblemas —la bandera tricolor y el Himno de Riego— en lugar de los monárquicos —la rojigualda y la Marcha real— que, proscritos, pasaron a la clandestinidad. El bando de Franco en la Guerra Civil trajo de vuelta los de la Monarquía, modificados a la luz del nuevo Estado, y la represión de las manifestaciones simbólicas alternativas. El Código Penal de 1944 introducía penas de prisión menor para quienes “relajaran” el sentimiento nacional y atacasen la unidad u ofendieran la dignidad de la nación española, penas agravadas por el de 1973 para la publicidad ultrajante.

En fin, los Gobiernos democráticos tuvieron que cargar con la herencia del franquismo, que fundía los símbolos de España con los del régimen dictatorial. Durante un tiempo la enseña republicana fue ilegal y el consenso avanzó cuando el Partido Comunista, a cambio de ser legalizado, aceptó la bicolor. Pero su legitimidad solo se completó a partir de 1981, en plena resaca del 23-F, una vez perdió el escudo franquista y recuperó las antiguas armas territoriales de raigambre democrática para formar la conocida como bandera constitucional. Conviviendo con los emblemas de los otros nacionalismos, oficializados en sus respectivas comunidades autónomas, los españoles acabaron por ser aceptados con cierta normalidad en casi todo el territorio. Salvo en el País Vasco, donde cada verano la izquierda abertzale desencadenaba guerras de banderas. El Código Penal de 1995, aún vigente, estableció tan solo penas de multa para los ultrajes. Poco a poco, los colores nacionales se han incorporado a todo tipo de contextos banales, asociados a los éxitos de los deportistas españoles. Más difícil lo ha tenido la Marcha real, cuya falta de letra obstaculiza la transmisión de emociones propia de un himno.

Por fortuna, la situación actual es muy distinta a la de 1906: vivimos en democracia y el Ejército ya no se mete en política. Pero la contienda nacionalista ha resucitado los rifirrafes simbólicos. Y ahora se descuelga el ministro Fernández con una complicación de la normativa sobre la materia, dentro de un proyecto que limita con severidad los derechos ciudadanos. Quizás sea parte del precio que hemos de pagar por acoger en el partido del Gobierno a toda la derecha españolista. Desde los verdes valles al inmenso mar —como decía la fallida letra del himno nacional que apadrinó en 2008 el comité olímpico— e incluso hasta las montañas nevadas. Pero no deja de ser una medida innecesaria y contraproducente, que echa gasolina a un fuego ya bastante vivo. Deberíamos imitar la prudencia de otros Estados con problemas territoriales o seguir la senda del Tribunal Supremo de Estados Unidos, que en 1989 y 1990 anuló todas las leyes contra la profanación de la bandera porque restringían, de manera inconstitucional, la libertad de expresión. Tome nota, señor ministro.

Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado, junto a Xosé M. Núñez Seixas, Ser españoles. Imaginarios nacionalistas en el siglo XX (Barcelona, RBA, 2013).

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