La señal más alarmante que he percibido sobre lo rápidamente que la representación del niño se está convirtiendo en tabú ha sido la de comprobar que su expresión más ingenua, el álbum familiar, es ya un bien que no podemos compartir. Recientemente, en diferentes conversaciones, ha aparecido referida la misma situación: el invitado que entra en casa y, viendo una foto de nuestros hijos enmarcada o en un álbum abierto, comenta que no le parece adecuado dejar tal o cual imagen a la vista de cualquiera. Se trataba invariablemente de los clásicos culos al aire o torsos descubiertos en playas, piscinas o bañeras, tan inocentes como quepa imaginar. O, mejor dicho, como cabía imaginar. Porque esta forma de contaminación visual (mental en realidad) se propaga con facilidad, puesto que una vez el impertinente invitado se ha pronunciado, ya ha sembrado en nosotros la duda sobre el modo en que todo el mundo ve o entiende esa imagen.
Desde hace un par de décadas, una progresiva sensibilización nos ha hecho intolerantes ante cualquier imagen infantil que sugiera sensualidad o, sencillamente, muestre desnudos a los niños. Como no puede probarse que estas imágenes (en pinturas, álbumes familiares o artísticos) multipliquen el número de agresiones sexuales a menores, se ha convenido otro argumento para proscribirlas: el niño no tiene por qué comprometer su imagen en situaciones que pudiera no suscribir una vez adulto. Y en un mundo gobernado por el consumo y la cultura visual, en la que a casi todo se aplica tensión sexual como si fuera laca de pelo, quizás sea un buen argumento. Pero, ¿debemos aceptar que toda desnudez infantil es pornografía?
Son un bien tan preciado que, incluso en un mundo fascinado con la transparencia, se les desea todavía una burbuja impermeable a la realidad. En la era de los móviles e internet, el fracaso de esta empresa está garantizado, aunque pugnemos por retrasar un poco la derrota. El mundo está a su alcance, a un dedo de distancia, tan pronto su curiosidad despierte. Un preocupante mecanismo, sin embargo, parece haberse puesto en marcha con el fin de mantener ese simbólico cordón de seguridad: hacerlos intocables y, si es posible, invisibles. Si el mundo se ha hecho accesible a los niños, al mundo adulto se le está complicando mucho el trato con los niños.
Proteger a un niño depende hoy de monitorizar y hasta evitar su imagen, así como de controlar severamente su circulación. En la tele aparecen niños con tomates en la cara, en la prensa desenfocados y en las escuelas se prohíben las cámaras salvo que sean de vigilancia.
Cualquier artista, fotógrafo, realizador o periodista sabe hoy lo complicado que es incluirlos en su trabajo. Asistimos a un proceso de invisibilidad que invierte la progresiva presencia mediática que la infancia ha tenido desde finales del XVIII. Paralelamente a su reconocimiento social, tuvo lugar también una pequeña revolución en la manera de representarles.
El mito de la infancia como edad de la inocencia, sembrado por Rousseau, ficcionado e ilustrado en la Inglaterra victoriana y alentado por Hollywood, permaneció vivo hasta el final de los años sesenta del pasado siglo. En el apogeo de su difusión, de los años veinte a los cincuenta, el prestigio de lo infantil lo invadió todo, comenzando por el garabato, que alcanzó al mundo del arte. En los setenta comenzaron a prodigarse historias en las que el niño aparecía como maldito, dando inicio a un periodo en el que aún estamos y en el que artistas, cineastas y creativos publicitarios gozan dotando a los menores de rasgos inadecuados: posesiones infernales, fortunas incalculables, poder ofensivo ilimitado, tamaño gigantesco, sabiduría, lujuria, memoria, arrugas... el niño es ya sólo un presunto inocente.
Si a veces se interpreta aquel cambio de signo como el reflejo del papel que los niños cobraron involuntariamente en debates como el del divorcio y el aborto, o del impacto que causaron las imágenes de niños deformes, víctimas de la guerra química en Vietnam o la Talidomida en EE.UU., actualmente no es menos arriesgado buscar una causa que justifique la amplificación de este gusto. Pero el fenómeno es evidente.
La publicidad, especialmente en campañas de coches o de planes de pensiones, muestra sin tapujos a los hijos como un obstáculo entre un hombre y sus aspiraciones.Y digo hombre, porque las mujeres, en esas mismas pausas publicitarias, son parte de ese obstáculo.
El copy de un anuncio de automóvil no podía ser más claro a la hora de urgir al lector: “Si tú no sabes en qué gastártelo, ellos sí”. Siendo ellos la familia, no Hacienda ni una banda de golfos. En otro, dos hijos advertían a su padre de que ellos no estarían para cuidarle en el futuro porque “serían astronautas”. Una empresa de artículos de primera infancia, por otra parte, mostraba en un anuncio a una mamá estupenda paseando con su hijo agarrado al carrito... de golf. Un banco ofrecía la estampa de un padre con cara de fastidio rodeado de manos de niños en pose pedigüeña. Son sus hijos, no una turba de olvidados brasileños.
Los ejemplos son incontables. En los años en que junto a Marc Roig he trabajado en el comisariado de la exposición El rey de la casa, la documentación reunida deja espacio para una sospecha: quizás la sacralización del menor y su demonización formen parte de un mismo plan. La reciente campaña de una marca de ropa en la que dos niñas con rasgos asiáticos posan de manera pícara ha causado un notable revuelo. Sin embargo, más que un reclamo, estas imágenes actúan hoy como una advertencia. No son discutibles porque despierten en nosotros apetitos inadecuados, sino porque las presentan con capacidad para seducir, son presentadas como agentes provocadores, como una trampa de arenas a la que es mejor no acercarse.
Con todo este ruido, la infancia alcanza una extraña jerarquía, impuesta por la incomodidad que supone cualquier roce con ella, cualquier debate, cualquier aproximación. Si nosotros apartamos la vista a su paso, somos los lacayos. Ellos pues, son reyes.
Andrés Hispano, historiador y guionista de cine y televisión.