La obligación de clausurar temporalmente las actividades no esenciales, una circunstancia desconocida en Europa desde la primera mitad del siglo pasado, nos ha puesto delante de los ojos una realidad que no siempre tenemos presente: la cultura es un bien de primera necesidad. Confinados en casa, sentimos la urgencia de oír música, leer libros, ver producciones audiovisuales e incluso visitar museos, aunque sea de forma virtual. Es muy importante que tengamos los medios para hacerlo y por eso me parece una gran noticia que los teatros de ópera, desde nuestro Real hasta el Met de Nueva York, las editoriales, las productoras y distribuidoras de audiovisual y los museos hayan abierto generosamente sus catálogos y sus plataformas. También la Escuela Reina Sofía está aportando su granito de arena ofreciendo las grabaciones de sus conciertos y sus clases. Según me dicen, están siendo muy visitados, lo que me reafirma en mi impresión de que esta crisis está cambiando nuestros hábitos más profundamente de lo que pudiera parecer.
El arte y las humanidades proporcionan un esparcimiento que alivia la cotidianeidad, pero sirven, además, para algo bastante más importante: nos ayudan a desarrollarnos como personas y refuerzan los lazos que nos mantienen unidos como sociedad. Hay pensadores, como Yuval Noah Harari, que van más allá y afirman que el relato compartido que la cultura crea y difunde es, precisamente, lo que nos hace humanos. Por mi parte, siempre he creído que la cultura —y, más concretamente, la música— tiene la capacidad de transformar a los individuos y las sociedades y por eso me he esforzado en facilitar a los jóvenes el camino hacia la música. Aunque no entendamos muy bien cómo, la música nos hace mejores personas. A lo largo de los años, todos los grandes músicos que me han ayudado han subrayado el poder que tiene la música de facilitar la convivencia. “No os limitéis a tocar, cobrar y volver a casa”, dijo Zubin Mehta a los alumnos de la Escuela; y añadió: “La música tiene el poder de hacer que las personas convivan, incluso aquellas que no quieren convivir. ¡Usadlo!”. Parecidos mensajes nos trajeron —y, sobre todo, practicaron— Menuhin, Rostropóvich, Larrocha, Maazel, Abreu y, más recientemente, Mutter, Dudamel, Camarena y muchos otros. También los jóvenes dan testimonio. Hace dos años, reunimos en un trío a un violinista azerbaiyano, un violonchelista armenio y una pianista turca, procedentes de tres países que llevan siglos en conflicto. Al principio se miraban con recelo, pero han acabado siendo grandes amigos y formando uno de los mejores grupos de cámara de la Escuela. De hecho, si la pandemia lo permite, tocarán el Triple concierto de Beethoven bajo la batuta de Sir András Schiff en el concierto de fin de curso. No se puede hacer música juntos y, a la vez, estar en guerra.
La música, como las otras artes, es un factor de cohesión social. Nos permite conocer el mundo interior de otra persona —el compositor, el intérprete, el artista— y, en espejo, conocer mejor el nuestro. De ahí la importancia de apoyar a las escuelas de música y reforzar la presencia de las artes en la enseñanza general. En el ámbito de la educación se oye hablar mucho de la necesidad de reforzar las materias llamadas STEM —iniciales en inglés de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas—, que son las herramientas que nos permiten actuar sobre el mundo. Tener herramientas está muy bien, pero solo si sabemos para qué las queremos. Algún día, nuestros niños y jóvenes se preguntarán —¡espero!— qué uso quieren dar a la tecnología que han aprendido y quizá echen de menos entonces las horas de formación en música, artes y humanidades que no les estamos dando hoy. Añadamos la A de artes a la fórmula, como tantos están pidiendo; convirtámosla en STEAM, porque esa letra es la que da sentido a las otras cuatro.
En estos días, todos apreciamos la importancia de la cultura y agradecemos a los músicos y escritores que estén donando gratuitamente su trabajo, pero, además de darles las gracias, tenemos que protegerlos para el futuro inmediato. La cultura no es gratis y no se hace sola. La crean personas, que comen y pagan facturas como los demás. Compositores, intérpretes, escritores, pensadores, actores, dramaturgos, bailarines, pintores, cineastas y demás creadores van a necesitar el apoyo de todos, porque se avecinan tiempos difíciles. Es imprescindible que, en los próximos meses, España mantenga vivas las estructuras de su industria cultural y que, entre las medidas de emergencia que haya que tomar para poner en marcha el país después de este obligado parón, nuestros gobernantes tengan en cuenta a la cultura y le den la prioridad que le corresponde como el sector esencial que es. De nada servirá cubrir las necesidades materiales de la población si no atendemos también las morales, que son las que aseguran nuestra convivencia.
Paloma O'Shea es presidenta fundadora de la Escuela Superior de Música Reina Sofía.