Cuidemos la Universidad

La prensa informa de que una universidad privada, ahora en manos de un fondo de inversión, ha firmado en preacuerdo de un Expediente de Regulación de Empleo (ERE). Algo novedoso en el ámbito universitario, pero no en el ámbito empresarial. Hace pocas semanas el Tribunal Constitucional estimaba (con algún voto particular) la reclamación de otra universidad privada para que sus estudiantes puedan acceder a las becas públicas. Son ejemplos de la presencia de las universidades privadas en nuestro sistema universitario (SUE), presencia que el reciente informe CYD 2019 señala como un elemento destacado en la evolución del sistema, por lo que (sic): “los reguladores han de tener un protagonismo creciente para garantizar la calidad del sistema universitario en su conjunto”. Quizás merezca la pena analizar un poco este fenómeno y sus posibles causas y consecuencias.

Las universidades privadas aparecen tras la Ley Orgánica de Universidades de 2001 (salvo las cuatro de la Iglesia que ya existían). Ahora mismo hay 50 universidades públicas (número inalterado desde 1998) y 38 privadas, de las que 11 se han creado en la última década (cuatro en 2019). Esta proliferación no es ajena, sin duda, a la importancia que el conocimiento y la formación están teniendo y van a tener en el futuro, con la percepción de oportunidad de negocio que ello abre en torno a la educación superior. La reciente compra de algunas universidades privadas por fondos de inversión, siempre ávidos de lo que huela a rentabilidad, es prueba de ello . Noticias como el ERE referido al inicio, deberían alertarnos de los efectos de introducir los intereses económicos y la lógica del beneficio (algo inherente a la empresa) en la prestación del servicio público de educación superior y de la importancia de cuidar (que también implica cambiar) la universidad pública (sin perder su esencia). Lo que, seguramente, nos lleva a la cuestión medular de qué debe ser una universidad.

El modelo de universidad que desarrolla la LOU y al que nuestra Constitución reconoce autonomía, es el modelo humboldtiano, que aúna, de modo indisociable, la docencia y la investigación. Pero, a día de hoy, la investigación en muchas universidades privadas es prácticamente inexistente: los indicadores de producción científica al respecto son abrumadores; a nivel económico, mientras en las universidades públicas se destinaron en 2018 más de 3.500 millones de euros a I+D, en las privadas, no se llegó a los 300; el 94,5% de los estudiantes de doctorado están en la pública.

Por eso, no es baladí la cuestión de si algunas de las universidades actuales debieran tener dicha consideración. Ya sea por su tamaño –reducido, asimilable a grupos sociales precisos–, por su extensión –el abanico de titulaciones que ofrecen es demasiado restringido–, o por su profundidad –con capacidad investigadora escasa o inexistente–. El arte de nombrar es importante e igual que no llamamos hospital a un ambulatorio, ni pueden hacer el mismo tipo de intervenciones, deberíamos pensar si es razonable poner un poco de orden en el mapa de la educación superior y llamar a cosas distintas por distinto nombre.

Más datos para el análisis: en lo que va de siglo, la población universitaria se ha mantenido esencialmente constante, en torno al millón y medio de estudiantes. No ha existido, pues, aparentemente, una necesidad de atención a demandas extraordinarias de número ni geográficas: prácticamente todas las universidades privadas se han creado en entornos ya universitarios, siendo particularmente llamativo el caso de Madrid. Se ha producido, pues, un trasvase de estudiantes de las universidades públicas a las privadas: el 15,9% de los 1,3 millones de estudiantes de grado del curso 2018-19 estaban matriculados en universidades privadas (11,1% en presenciales y 4,8% en no presenciales); el 37% de los estudiantes de máster, segmento formativo más ágil y rentable, estaban en universidades privadas (con casi un 20% en no presenciales). La distribución cambia radicalmente al llegar al doctorado, como se ha señalado.

La oferta de las universidades privadas se centra mayoritariamente en los títulos más demandados y con mejor relación coste/beneficio (factor rentabilidad), un dato a tener en cuenta a la hora de sacar conclusiones ligeras sobre la eficiencia de las públicas. Una parte no desdeñable del trasvase de estudiantes puede explicarse por aquellos que no son admitidos en las públicas al no alcanzar la nota de corte en ellas. Pero no solo.

El informe CYD señala que, entre los estudiantes de grado de nuevo ingreso en universidades privadas, la proporción de progenitores que son directores o gerentes es más de cinco veces superior a la proporción de dicho grupo en la sociedad y otro tanto ocurre con el grupo de técnicos, profesionales, científicos e intelectuales. Por el contrario, los progenitores clasificados en el grupo de trabajadores de la administración y servicios, así como los desempleados, están claramente infrarrepresentados. En otras palabras, podríamos estar asistiendo, de modo poco perceptible y no necesariamente correlacionado con la calidad de los estudios, a un embolsamiento social con un efecto posterior de retroalimentación: al moverse en círculos profesionalmente más acomodados los estudiantes establecen relaciones, hacen prácticas en determinadas empresas, etcétera, que les permiten luego una mejor inserción laboral. Este fenómeno se agudiza en máster, que los estudiantes asocian de modo más directo e inmediato a sus posibilidades de empleo.

¿Cómo abrir este círculo? Ciertamente, corresponde a los poderes reguladores, esto es, el Ministerio de Universidades y las Administraciones Autonómicas, ejercer como tales, fijar requisitos, controles y tener un papel protagonista. También, hay muchas cosas que cambiar en las universidades públicas para afianzar la confianza de la sociedad, sin mermar su calidad ni su carácter de servicio público. Es obligación de los poderes reguladores (y de las propias universidades en lo que competa a su autonomía) abordar dichos cambios, incluyendo una regulación que les permita la agilidad, adaptabilidad y estabilidad necesarias. Junto a recursos suficientes: conviene recordar que España está por debajo de la media de la Unión Europea y de la OCDE en gasto en educación superior por estudiante y en porcentaje del PIB. Hace unas semanas, el ministro Castells nos anunciaba, en este mismo medio, una serie de medidas en la apuesta por una Universidad Pública de calidad. Quedamos a la espera.

Estamos sufriendo los estragos de no haber cuidado y valorado la sanidad pública. 2021 se anuncia como el punto de partida para la Recuperación, Transformación y Resiliencia, en la que la Universidad pública debe jugar un papel crucial, como ya lo hizo en la transformación de nuestro país hacia la democracia en el siglo pasado. Lo hará, pero debemos cuidarla.

Carlos Andradas es catedrático de Álgebra en la Universidad Complutense de Madrid y rector de 2015 a 2019.

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