Culpable de votar a Hillary Clinton

Culpadme a mí. Yo voté a Hillary, y me equivoqué completamente con Estados Unidos.

No soporto pensar en lo que va a significar la victoria de Trump para mi país. Por ahora, lo mejor que puedo hacer es pensar en lo que interpreté mal, y por qué.

Mientras los comentaristas se preguntan qué pudo fallar en sus risibles encuestas, comentan lo lamentable que era Hillary como candidata (aunque Trump fuera mucho peor), y lo incómodo-siniestro que va a ser para el pobre presidente Obama recibir a Donald J. Trump (DJT) en la Casa Blanca, después de que DJT haya desatado sobre nuestro país toda su abismal bajeza, a mí me está mereciendo la pena pensar sobre estar equivocado.

Culpable de votar a Hillary ClintonEstoy dedicándole tiempo a pensar en estar equivocado, esta semana, precisamente, como forma de comprometer mejor mi ciudadanía, puesto que limitarme a votar el martes pasado fue una manera inadecuada de ejercitarla, y aunque tal ciudadanía haya sufrido un desbridamiento que supone casi su extinción, a causa del desastroso resultado de las elecciones.

En lo que no estaba equivocado era en votar por Clinton. No voy a entrar ahora en los pros y los contras de eso. La elección ya pasó. El daño está hecho, o, más probablemente, no ha hecho más que empezar. Yo creía que era mucho mejor candidata, y que sería una presidenta muy superior. Pero el colegio electoral, tan estrambótico como pleno de autoridad, decidió lo contrario. Lo cierto es que, por el momento, no soporto pensar en las consecuencias concretas que van a tener estas elecciones para mucha gente que tiene motivos para esperar de su Gobierno algo mejor de lo que Trump probablemente les proporcione. Para mí es mejor pensar en la ciudadanía y en haberme equivocado. Puede que haya más provecho que sacar de ahí.

Un famoso jurista estadounidense, mordazmente llamado Judge Learned Hand, escribió una vez que el espíritu de la libertad (algo que en mi país decimos valorar al máximo) es aquello “que no está seguro de tener razón… es el espíritu que busca comprender a otros hombres y mujeres”.

Una cosa en la que me equivoqué (una de varias) fue en violar este requerimiento del juez Hand. Pensando que yo sabía lo que le convenía a mi prójimo (supuestamente, todos esos tipos blancos del medio rural, o del cinturón industrial, poco educados y mal empleados, así como los latinos y los negros que no se sienten suficientemente atendidos por sus cargos electos); me equivoqué al sentirme tan seguro de tener razón. De hecho, estoy casi seguro de que no intenté comprenderlos, solo creía saber lo que les hacía falta en términos generales, y probablemente por eso fui condescendiente con ellos. No hay duda de que públicamente y sin reservas desprecié a su candidato, llamándole imbécil, incompetente, mentiroso, metepatas, charlatán pueril, vendemotos y patán sexual, al tiempo que prometía a cuantos más lectores mejor que este hombre nunca, jamás, llegaría a ser presidente. Lo que parecería ser la segunda cosa sobre la que estaba muy equivocado, aunque ni por un momento lo dudara hasta el martes por la noche bastante tarde.

El efecto que sobre mí han tenido estas dos equivocaciones es la sensación de haber perdido, momentáneamente, mi olfato para lo auténtico, podríamos decir. Otra forma de decirlo sería que tengo la impresión de que ahora mismo no sabría distinguir mi propio culo de un agujero en el suelo, como decimos en Misisipi. Y puede que también sea culpable (tercera equivocación) de falta de empatía por esos tipos del interior del país que sienten que lo están pasando tan mal que tienen que votar por un facineroso. Tener poca empatía es una mala noticia si eres novelista. Es famosa la cita de William Blake en la que dice: “Si estás por hacer el bien a otro, hazlo en dosis pequeñas… el bien general es el reclamo del hipócrita, del adulador y del sinvergüenza”. Dejando de lado el hecho de que prometer el bien general fue precisamente lo que hizo el sinvergüenza que pronto será presidente electo, sus ofensas civiles no cancelan la mía.

El problema, claro, especialmente en función de la propia ciudadanía, es cómo respetar el punto de vista del otro, ser empático y demás, conceder que tal vez estés equivocado sobre lo que a grandes rasgos le conviene, pero sin perder mordida, sin volverte un ciudadano flácido. No dispongo de ninguna fórmula para la agudeza ética general, pero sí de una regla rápida para quienes tengan interés. Puede que todos los actos responsables de ciudadanía exijan cierto grado de usurpación voluntariamente asumida. Es un tema sobre el que ya reflexionó Platón.

Ahora mismo estoy sentado en casa mirando la cara de Trump en la tele e intentando acostumbrarme a pensar en el “presidente Trump”. No es fácil, después de todas las cosas que he dicho y pensado sobre él, cosas que en este momento sigo creyendo. Pero tener esas opiniones solo me lleva a pensar en otro error cometido por mí. Se trata del complejo error de ser ciudadano de una sociedad en la que Hillary Rodham Clinton (Dios la bendiga) era mi mejor opción para presidente, una elección a la que accedí voluntariamente marcando en negro su círculo en mi papeleta. Esto, bien pensado, fue un error mayúsculo.

Pero en lugar de mirarlo todo con cierta distancia y culpar… no sé… a otra persona, yo quiero acercarlo a mi pecho como un áspid y dejar que me muerda. Después de la última victoria de Obama, algunos listillos colocaron una pegatina en el coche que decía: “A mí no me culpes. Yo voté a Romney”. Mi pegatina del coche, si tuviera (que no tengo), hoy diría: “Cúlpame a mí. Yo voté a Hillary”.

Por más que la elección que acaba de celebrarse fuera una decisión sobre evitar lo impensable (un dilema que ambos lados visualizaban, pero que solo un lado ha de sufrir), el problema siempre fue qué iba a pasar después. Unas elecciones en las que se reconoce que los dos candidatos son lamentables y defectuosos es tan buena medida como cualquiera de que la polis se está volviendo rápidamente ingobernable, y, al mismo tiempo, es una fórmula para cosas peores que están por venir. De verdad, no quiero que esto le pase a mi país. Quiero que haya algo que podamos hacer. Todos los bandos políticos comparten el triste diagnóstico de que Estados Unidos no funciona muy bien como país, así como el miedo a estarnos pasando del punto en el que podríamos arreglarlo. En mi opinión, esta convergencia de opiniones debería ser fuente de fortaleza, aunque haya poca cosa más que sea reconciliable. Sería bueno contar con liderazgo moral. Acabamos de tenerlo durante ocho años. A saber cuál es nuestro próximo destino. Es hora de resucitar nuestra desfondada ciudadanía, hora de prestar más atención, de asumir responsabilidades y de no desvanecernos sin más, culpar al otro, y olvidar.

Richard Ford es novelista. En 2016 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Vive en Estados Unidos.
Impreso con permiso del autor.
Traducción de Eva Cruz.

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