¿Culpable hasta la eternidad?

Un hombre de 33 años de edad, de nombre Juan Luna, comparecerá en Chicago ante el juez en los próximos días para responder de una acusación de asesinato de siete personas en un restaurante de la cadena Brown's Chicken, en Palatine (estado de Illinois), cometido el 8 de enero de 1993. La investigación del caso, en el que se descubrieron los cadáveres ensangrentados de las víctimas en el congelador del restaurante, languideció durante más de una década hasta que se identificó ADN de Luna en saliva encontrada en un hueso de pollo en el lugar del crimen.

Después de haberme dedicado a la abogacía durante bastante tiempo a lo largo de varios años como defensor en casos penales, esta utilización de pruebas de ADN me resulta un tanto paradójica, incluso un poco perversa. Las primeras veces en que me encontré con la utilización forense del ADN, a finales de los años 80 y principios de los 90, la prueba como tal estaba considerada fundamentalmente un arma de la defensa y, por lo general, se resistían a ella los fiscales, que se temían una manipulación de los fundamentos científicos que la sustentaban.

A la larga, centenares de personas de todos los rincones del país han tenido la posibilidad de demostrar que habían sido condenados erróneamente y estos éxitos han llevado a los fiscales a caer en la cuenta de que esos mismos análisis de ADN (y los expertos que las realizan) podían proporcionar también pruebas de culpabilidad de personas que habían circulado por ahí en libertad durante años y años. El de Brown's Chicken no es sino uno más de los cientos de casos archivados que ahora se resuelven gracias a los avances en la tecnología forense, en particular, a los análisis de ADN.

Una mayor precisión en los procedimientos de averiguación de la verdad es siempre un avance digno de alabanza. Sin embargo, me temo que, con toda probabilidad, la capacidad cada vez mayor de los forenses de hoy a la hora de indagar en un pasado más y más remoto socavará aspectos de la ley ligados al tiempo, plasmados en las normas sobre prescripción de delitos, relativas a los plazos durante los cuales un individuo debe considerarse sujeto a procesamiento en la instancia penal. Tal y como ilustra el caso Brown's Chicken, los expertos en análisis de ADN están en la actualidad en condiciones de examinar muestras mínimas con décadas de antigüedad y facilitar resultados sobre identificación de sospechosos con una certeza prácticamente total. Las innovaciones en la ciencia forense no se limitan tampoco exclusivamente a los análisis de ADN humano. La botánica forense puede establecer con frecuencia si fragmentos de plantas encontrados en una víctima o en un acusado tienen un único origen. La investigación de restos de incendios ha progresado gracias a nuevos instrumentos y nuevas técnicas de recuperación de materiales. La identificación de huellas dactilares ha experimentado una auténtica revolución gracias tanto a los procesos criogénicos para sacar a la luz huellas no aparentes como al tratamiento informático de imágenes que permite una identificación más rápida y más fiable de huellas parciales. La patología forense, la balística y la antropología forense también han registrado avances con gran rapidez.

Como consecuencia de todo ello, en la actualidad las actuaciones forenses están situando la legislación penal en un territorio en el que tiempo atrás la ley se aventuraba con mucho recelo: el pasado remoto. En casi todas las jurisdicciones de los Estados Unidos, las normas sobre prescripción de delitos impiden que se emprendan acciones judiciales contra la mayor parte de los delitos graves al cabo de un determinado período de tiempo, cinco años en los tribunales federales, tres años en mi estado natal, el de Illinois. La excepción general a estas normas prácticamente en cualquier lugar es el asesinato, que siempre ha sido perseguible en cuanto surge una prueba suficiente. Cuando la aplicación de la ley empezó a recurrir a innovaciones forenses en los años 90 para investigar casos archivados, esas innovaciones se aplicaron a la montaña de asesinatos sin resolver que se habían acumulado a partir de que en los años sesenta empezaran a aumentar los índices de homicidios.

Sin embargo, la frecuencia con la que se están resolviendo en la actualidad delitos graves, cometidos hace décadas y archivados, junto con la popularidad de esos programas de televisión en los que cada semana se describen estos éxitos, ha llevado a una presión creciente de la opinión pública en muchas jurisdicciones en favor de que no sólo se aplique la nueva tecnología forense a una serie cada vez más amplia de casos antiguos que ya no son únicamente de asesinato, sino que también desaparezcan las normas de prescripción temporal que el sistema de justicia penal ha observado durante mucho tiempo en el caso de estos otros delitos.

Las razones de estas presiones son evidentes. Si bien los asesinatos son los delitos de mayor gravedad que conocemos, no son los únicos cuyo recuerdo sigue obsesionando con el tiempo a la opinión pública. Las víctimas de violaciones, de agresiones graves o de secuestros raramente se sienten en paz mientras el autor sigue en libertad. Por si fuera poco, los delitos no aclarados que, según los indicios, reflejan un odio grupal pueden seguir dividiendo a un grupo social incluso a la vuelta de muchos años.

La Ley Emmett sobre Delitos no resueltos contra los Derechos Civiles, en la actualidad pendiente de aprobación en el Congreso, va a destinar diez millones de dólares (más de 7,5 millones de euros al cambio actual) a la investigación de homicidios cometidos con anterioridad a 1970.

Ahora bien, la ley también ampara la recogida de pruebas de delitos que no hayan acarreado muertes, como atentados con bombas contra iglesias y sinagogas y secuestros por motivos raciales. Baltimore, Dallas, Phoenix, Charlotte, Carolina del Norte y el condado de Fairfax (en Virginia) cuentan con brigadas de policía que investigan agresiones y secuestros de naturaleza sexual aún sin resolver desde hace años y en el condado de Montgomery (en Maryland), los investigadores de casos archivados se centran en una diversidad de delitos violentos, más allá de asesinatos, como robos a mano armada, por ejemplo.

A medida que este tipo de actuaciones siga produciéndose, la opinión pública llegará inevitablemente a preguntarse en razón de qué tenemos unas normas de prescripción de delitos en general, particularmente si a muchas personas no versadas en leyes les chocan esas normas por absurdas. ¿Por qué un delincuente ha de andar suelto simplemente porque se haya tardado mucho tiempo en atraparlo? No obstante, esas normas, como suele ocurrir con los preceptos legales generalmente aceptados, responden a una prudente sabiduría.

La ley siempre ha sentido un cierto temor ante los riesgos de procesos aplazados durante un período largo de tiempo. La motivación principal detrás de la prescripción del delito (que los recuerdos se debilitan con el tiempo y que es probable que las pruebas terminen por difuminarse o desaparecer) parece a primera vista irrelevante ante los recursos científicos de nuestros días, más rigurosos. Si el análisis de ADN puede probar con un grado de certeza del 99,9% que un acusado fue el autor de una violación no aclarada, ¿por qué no enviarlo a la cárcel? Ahora bien, ¿qué pasa si su defensa ante la acusación es que hubo consentimiento? La ciencia forense es capaz de establecer en la mayoría de los casos una identidad con una certeza casi total pero no puede transportarnos al pasado de tal manera que volvamos a captar hasta el último matiz de un hecho olvidado durante mucho tiempo.

Prescindir de las normas de prescripción en el caso de delitos sobre los que pueden aportarse nuevas pruebas implica asimismo el riesgo de apreciar delitos que tiempo atrás no se tomaron en consideración. La revisión de unos determinados puntos de vista políticos y los cambios en los usos y costumbres sociales pueden dar lugar a que se produzcan procesamientos varias décadas más tarde. En una serie de artículos que se publicaron los domingos en el diario The New York Times a lo largo de la primavera pasada, escribí acerca de un juez que 40 años después tiene que revisar su intervención en un incidente de carácter sexual que en la actualidad sería considerado violación pero que, en su juventud, se veía como algo que la víctima, una mujer con unas cuantas copas de más, «se tenía bien merecido».

La ley es algo fluido y se produce una injusticia inherente en la iniciación de un proceso al cabo de varias décadas, cuando las normas legales y las expectativas de la sociedad han cambiado. Si un jurado (o la policía, o los fiscales) desaprueba en la actualidad sin paliativos una conducta ante la que en otros tiempos habría cerrado los ojos, es natural preguntarse si el acusado habría actuado de la misma manera en el ambiente moral imperante en la actualidad.

Las normas de prescripción de delitos han recogido asimismo tradicionalmente una valoración moral, la de que, si alguien ha vivido de manera intachable durante un período de tiempo considerable, no debería sufrir la angustia de que penda permanentemente sobre él un posible procesamiento. Los delitos violentos son por lo general territorio de los varones jóvenes y con frecuencia suele darse el caso de que uno de los objetivos fundamentales del sistema de justicia penal, el de mantener a los delincuentes potenciales fuera de las calles, se desvanezca con el tiempo.

Un muchacho de 18 años de edad que dispara contra alguien y lo deja paralítico habrá cometido un delito cuyas consecuencias no terminan nunca en el caso de la víctima, pero aún así se seguirá albergando un cierto sentimiento de compasión y tristeza si al cabo de varias décadas se hace recaer un castigo sobre su autor cuando se ha convertido en una persona completamente diferente y en un miembro bien considerado dentro de su grupo social.

Por otra parte, si decidimos que con las pruebas científicas de hoy se ha de poder prescindir de las normas sobre prescripción en los casos de delitos más graves como violaciones, secuestros y delitos pasionales, se producirá una tendencia a prescindir también de esas normas en delitos menos graves. Es una consecuencia inevitable que, en la investigación de delitos antiguos y graves, surjan pruebas de delitos de menor cuantía.

Aparecerán restos identificables de ADN en la saliva que haya quedado bajo el sello de una carta con amenazas de muerte recibida por la víctima de un asesinato o en una huella dactilar confusa, y por lo demás ilegible, en un billete robado en un atraco a un banco en el que se cogieron rehenes. Si se destinan recursos a la investigación de casos archivados, los policías y los fiscales serán reacios a permitir que queden impunes delitos que puedan probarse ahora, especialmente cuando, en casos como los descritos, haya razones para sospechar que el delincuente haya cometido también el delito más grave.

La diversidad de posibilidades (la gravedad del delito, la contundencia de las nuevas pruebas, la dificultad de montar una defensa eficaz, el grado en que unas expectativas cambiantes impulsan una nueva acusación) exige la realización de análisis y pruebas que garanticen la equidad antes de decidir si se dejan de lado las normas de prescripción en un caso determinado. Sin embargo, la legislación penal es, hablando en términos generales, el área legal que más favorece la claridad de las normas, tanto para frenar la discrecionalidad de las acusaciones como para dejar bien claro a todo el mundo (víctimas, autores y la sociedad en general) lo que debe esperar.

Puestos a escoger, los legisladores contemporáneos votan inevitablemente en su mayor parte en favor del endurecimiento de las normas penales, por lo que cabe esperar que en los años venideros se deroguen o se endurezcan las normas sobre prescripción de delitos. Con esta marcha atrás, desaparecerá un factor de benevolencia que ha reflejado tradicionalmente la complejidad de los juicios morales que hay que aplicar cuando los delitos caen bajo la sombra alargada del tiempo.

Scott Turow, autor de numerosas novelas de gran éxito internacional. Entre ellas, Presunto inocente y Errores reversibles.