Culpable sin sentencia

El mal adquiere una creciente dimensión colectiva. La sociedad observa el hecho criminal como un drama. La víctima del delito lo representa. El dolor individual se convierte en una fuente de empatía. El delito estimula la emoción colectiva hasta transformarse, en ocasiones, en pánico moral. La sociedad necesita conocer las sinrazones del mal y la identidad del culpable. Desde que el delito se comete se exigen certezas sobre quién lo ha cometido. Se reclama una información on timede las investigaciones. Se busca lo objetivo y lo evidente, algo que resulta poco compatible con fórmulas de exposición condicional. Se instala la lógica del clamor. Si el delito tiene un culpable los ciudadanos reclaman el “derecho” a saberlo ya. El juicio se ve como un momento lejano e innecesario para el descubrimiento de la verdad. Se construye en tiempo real una iconografía de la culpabilidad, suplantando el escenario legal. Y para ello ni hay, parece, límites, ni importan los costes que puedan derivarse de su transgresión.

Sin embargo, tanto unos como otros existen. En una sociedad democrática avanzada, la conmoción colectiva debe encauzarse mediante un proceso con garantías reforzadas. Es el único mecanismo institucional que puede afrontar, no solo el castigo de la persona responsable, sino también la restauración del orden social afectado. El proceso, por sus formas sensibles y su fuerte visibilidad, es un instrumento no solo de ejercicio del poder de castigar, sino también de su legitimación. La fuerza de la forma, a la que se refiere Bourdieu, somete a la fuerza del derecho a reglas estrictas para el descubrimiento de la verdad, impone cargas sustanciales de equidad en el desarrollo del proceso y garantiza el respeto a la dignidad de la persona investigada. Esta no puede ser tratada como culpable hasta que después de un juicio justo, un tribunal independiente e imparcial, a la luz del resultado probatorio, lo decida. El juicio no puede ser sustituido por el prejuicio social sin riesgo de sustituir, al tiempo, los valores constitucionales por antivalores. Es, sin duda, una apuesta del todo o nada.

La construcción social de la imagen de culpabilidad antes del juicio, que se nutre de las informaciones obtenidas del curso de la investigación previa, y la preservación de las formas y los fines constitucionales del proceso penal son los dos polos de un conflicto muy grave de difícil solución. Pese a ello, el Consejo de Europa y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos han suministrado algunos estándares de compatibilidad. Así, en contextos de procesos penales de interés público, se ha considerado conforme al Convenio Europeo de 1950 suministrar información siempre y cuando no se perjudique la presunción de inocencia de la persona sospechosa, el secreto y la eficacia de las investigaciones y la protección de la privacidad. En especial, de las personas vulnerables, víctimas, testigos y familias de los sospechosos. También la UE, mediante la Directiva 2016/343, ha intervenido en la modulación del conflicto, imponiendo a las autoridades obligaciones específicas. Entre estas, la de “garantizar que, mientras no se haya probado la culpabilidad de un sospechoso o acusado con arreglo a la ley, las declaraciones efectuadas por las autoridades públicas no se refieran a esa persona como culpable”.

Pese a dicho marco normativo y a las numerosas decisiones del TEDH en torno al principio de presunción de inocencia como regla de tratamiento, una vez más —como si se tratara ya de un modelo de actuación “institucionalizado”—, al hilo de otro terrible crimen —la muerte de Laura Luelmo—, me enfrento, atónito, a una comparecencia pública de miembros de la Policía Judicial para informar, pretendidamente, del desarrollo de las actuaciones seguidas. Responsables policiales de una investigación en curso convertidos en promotores decisivos del icono del culpable, en portavoces del clamor. No solo se divulgaron datos que, a día de hoy, parecen protegidos por un estricto deber legal de reserva, sino que, además, sin ninguna modulación, se presentó al investigado como el culpable —“la autoría absoluta es de B. M.”, se afirmó en el curso de la comparecencia—.

Como si se tratara de las conclusiones de un juicio (kafkiano) sin forma, sin defensa, sin contradicción, sin límites... los responsables policiales desgranaron los detalles de la investigación; cuestionaron la solidez técnica de informaciones periciales, y construyeron una tesis de autoría inmodificable. Materiales que no tenían ningún derecho a utilizar en ese contexto y para esos fines. Los miembros de la Policía Judicial tienen los mismos deberes de discreción que la autoridad judicial de la que dependen.

El mensaje transmitido fue desolador. Se ocultaron el espacio judicial y sus fines. Se transmitió una imagen de justicia sumaria que repudia los valores del proceso justo, sacrificando, una vez más, al investigado en el altar social de la responsabilidad. Se pronunció una inaceptable condena sin juicio.

Javier Hernández es presidente de la Audiencia de Tarragona.

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