Culto a la singularidad

Nuestra sociedad, la que corresponde a la actual hora global, no queda suficientemente descrita si se la caracteriza como sociedad de masas. Tampoco la cultura en que nos hallamos integrados. Este concepto -las masas- debe ser repensado y criticado en profundidad. Lo masivo sería el sustrato inerte, emocional e intelectual, sobre el que se sustentan infinidad de figuras minoritarias.

El viejo paradigma jerárquico de élites gobernantes frente a masas en rebelión pertenece a otra época histórica. La nuestra nada tiene que ver ya con la que compartieron, antes de la II Guerra Mundial, Freud y Ortega y Gasset, o en los años treinta Walter Benjamin y T. W. Adorno. Tampoco con la que describieron los filósofos y sociólogos americanos, o afincados en Norteamérica, de la última posguerra (Vance Packard, David Riesman, Herbert Marcuse).

Lo masivo constituye hoy un sustrato inerte y regresivo del comportamiento y del pensamiento, o del sentimiento y la erótica. Sobre ese cimiento espeso brotan pequeñas y diferenciadas singularidades.

Hoy todo lo relevante y valioso, o lo que posee sesgo de innovación y creatividad, lo constituye una infinidad de pequeños ecosistemas en los que florecen y se expanden formas de vida minoritarias.

El universo global asiste, con admiración, a la irreversible expansión de toda suerte de micromundos. Lo singular tiene ancho campo de aventura y de conquista. Pero es imprescindible comprender, ante un fenómeno tan novedoso, que nunca será ya posible resolver esa abigarrada pluralidad en una Unidad Suprema Superior, o en una Totalidad Unificada y Sistemática.

Al policentrismo político de la era global corresponde esa pululación de miríadas de minisistemas que se alzan sobre un sustrato neutro -obtuso y carente de matiz- de naturaleza masificada.

No son, quizás, cifras mayoritarias las que componen el pequeño mundo de quienes aman apasionadamente la música de Josquin Desprez o de Guillaume Du Fay. Constituyen, con toda seguridad, algo marginal e irrelevante frente a la ley de grandes números: la que rige cada convocatoria de los principales espectáculos de música rockera. Pero si se suman los aficionados a la polifonía del Primer Renacimiento -pongamos, por ejemplo, treinta en Madrid, ciento cincuenta en Nueva York, veinticinco en Budapest, doce en Burdeos, cincuenta en Praga, nueve en Nueva Orleáns, once en Sao Paulo, cuatro en Novosivirsk y seis en Seúl- comienzan ya a componer un colectivo respetable. Tanto más si logran hallarse en contacto, y si consiguen formar una suerte de pequeña comunidad proyectada a escala universal, mundial. El ejemplo que doy es azaroso. Está basado en mi propia introspección. Podrían darse miles o millones de ejemplos alternativos.

Llevemos este razonamiento al universo infinito de las aficiones, los deseos, los estados de opinión, las curiosidades intelectuales y morales, las inclinaciones artesanales y tecnológicas, más toda la inmensa y diversificada cartografía de las artes y de las ciencias, de la economía, de la vida institucional o política, y tendremos quizás el más relevante tapiz de lo que está sucediendo, últimamente, en nuestro mundo global.

Amo la palabra singularidad. Siempre la he preferido a individualidad. Tiene la connotación de lo que se sale de la norma común pautada. Señala algo que se destaca sobre toda media indiferenciada, o respecto a una colectividad unánime en sentimientos y en opiniones. Incluso tiene el sabor de lo extravagante y asombroso.

Los físicos hablan de singularidades del espacio-tiempo para referirse a los agujeros negros o al Big Bang. Quizás en nuestro mundo comienzan a circundar, cual orla de distinción sobrepuesta al sustrato común indiferenciado, una infinidad de pequeños agujeros negros, como los que tanto gustan ciertos astrofísicos: universos minoritarios regidos por la ley de lo excepcional y sorprendente. Hoy las excepciones comienzan a ser, en las sociedades más avanzadas, la regla. No confirman ésta. Sencillamente toman distancia respecto a todo lo que parece ser regular y legal, o estadísticamente mayoritario.

Creo que nos dirigimos, con lentitud pero de forma quizás irreversible, hacia una cultura y una sociedad tentada por la singularidad. Pero esa tendencia avanzada se contrapone a un fondo espeso anclado en hábitos petrificados.

En ese subsuelo rige e impera el principio de inercia. Para Leibniz, el filósofo de las infinitas constelaciones monádicas, la vis inertiae constituía el estigma que el pecado original había dejado en la naturaleza.

Quizás el litigio futuro se produzca entre ese fondo opaco y esa cultura de pequeñas comunidades -de afición, de erotismo, de curiosidad- siempre minoritarias y singulares. Ésas ya comienzan a mostrar su hegemonía entre las capas sociales más despiertas del primer mundo.

El mejor patrón que hoy disponemos para evaluar el adelanto o el atraso de una determinada sociedad se halla en el predominio de uno u otro principio: el minoritario, proyectado hasta el infinito del universo global, o el masivo y masificado que subyace siempre como zócalo resistente y obtuso.

Hoy lo corriente y común, lo más vulgar y tópico, consiste en profesar agnosticismo, incredulidad o indiferencia respecto a las grandes cuestiones religiosas. O en seguir de forma gregaria lo que dicta el Vaticano, el Dalai Lama, o la Sinagoga, o las principales comunidades religiosas del planeta. Pero cabe una fe cristiana que no asume ni acepta esas directrices colectivas. Y es posible descubrir, aquí y allá, personas que participan de estas ideas y sentimientos, por muy minoritarias que sean. Por poner números posibles: doscientas en Barcelona, cuatrocientas en Madrid, trescientas en Valencia, tres mil en Nueva York, cien en Roma, cincuenta en Budapest. Se va sumando, y al final se compone un colectivo singular que se destaca sobre el fondo de irreflexión alentado por la cultura oficial (religiosa o laicista).

Una minoría relevante la constituye la de aquellas personas que aman los toros en Barcelona. Nunca me he sentido seducido por ese espectáculo, pero respeto a personas que aman la fiesta nacional, y que saben vibrar con sus innegables valores estéticos, vitales y morales. Frente a la unanimidad masificada de quienes, con argumentos de ínfima calidad, se atracan con un confuso mejunje de nacionalismo sin exigencias y de vulgata ecologista -con el agravante de un amor desmedido por nuestros hermanos los animales que esconde un secreto odio a nuestra vulnerable condición- ese colectivo antitaurino parece arrasar en los índices de audiencia. Ese mismo triunfo les delata en su indigencia intelectual y moral.

El sustrato masivo siempre se rige por la tiranía de los Grandes Números, o por un culto exacerbado a la estadística. Cree con fe ciega que la vox populi es, siempre, incondicionalmente, vox Dei.

Incluso en ámbitos que son el sancta sanctorum de la sociedad y de la cultura de masas se advierte esta diferenciación: también en el deporte; incluso en el mismísimo fútbol. Lo masivo e inerte consiste en rendir culto y pleitesía a los equipos futbolísticos triunfadores: los que despiertan sentimientos ciegos de adhesión unánime. El Barcelona Fútbol Club, por ejemplo, por circunscribirme a ambientes catalanes.

Recuerdo en mi infancia el disgusto moral y estético que me provocaba el espectáculo de unanimidad -gobernada siempre por la vieja ley de Lynch- que pude descubrir en el estadio barcelonista. Por esa razón quizás, por sentir como agresión el sentir común, me fui decantando, a pesar del propio ambiente familiar en que me hallaba, hacia la simpatía por un club minoritario: el Real Club Deportivo Español.

Gracias a esa peculiar decisión aprendí lo que era la complicidad. Éramos pocos los españolistas en el pequeño mundo de amigos de colegio. Pero poseíamos en esa comunidad de sentimiento un pequeño inventario de personajes y gestas. Aún hoy me paro por la calle al encontrarme con amigos de infancia con quienes fundaba una fidelidad contraria a los hábitos unánimes.

Al verme con ellos recordamos con nostalgia y ternura las alineaciones de entonces: Arcas, Piquín, Mauri, Marcet y Egea; Argilés, Parra, Catá, Faura; los mediovolantes (que así se llamaban entonces) Bolinches, Artigas, Casamitjana. ¿Quién, si no esa pequeña tribu construida y mantenida a base de sobreentendidos, podría recordar aún hoy al medio centro brasileño Racamán, a los hispanoamericanos Benavídez y Coll, a Sastre que corría siempre por la banda derecha, o más tarde a los brillantes cinco delfines: a José María, a Re, a Marcial, a Torres, al gran Marañón?

Ese Real Club Deportivo Español ha sido este año protagonista: a él le debe (unido a un esfuerzo agónico de naturaleza titánica) el Real Madrid el campeonato de la Liga de fútbol. El Club de Fútbol Barcelona se verá obligado, después de esta temporada, a no despreciar a este club tan singular.

En él puede mostrarse, también en fútbol, una suerte de diferenciación y distinción en el ámbito catalán: un territorio donde parece a veces predominar -en fútbol, en política, en cultura- el sentimiento y el estado de opinión propio de la sociedad y de la cultura de masas (unánime, uniforme, siempre unido en los mismos sentimientos, y enfrentado eternamente a la misma y recurrente bête noire).

Pero en todas partes de Cataluña hay gente del Español: en Girona, en Lleida, en Tarragona, en Sabadell, en Terrassa, en Vich, en Manresa, en Figueres, en Barcelona. Son pocos quizás; pero componen un número suficiente para formar una minoría futbolística relevante.

Lo más regresivo y atávico en el sentimiento y en la opinión pública lo protagonizan las grandes entidades -deportivas, musicales o culturales- que movilizan los sentimientos más intensos (pero también los más previsibles). Y los coeficientes intelectuales más deprimentes.

Frente a la tiranía de los índices de audiencia y de las grandes superficies, de la ávida persecución del beneficio rápido y del best seller, o del culto indiscriminado a la cantidad por encima de la cualidad, se va propagando de modo espontáneo una onda expansiva de pequeños universos de afición, de erotismo, de curiosidad y aventura. Son inicios -e indicios- esperanzadores de una cultura y de una sociedad que comienza a regirse por el culto a la singularidad.

Eugenio Trías, filósofo y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.