Cultura, cultura, cultura

Si algo ha demostrado la cuarentena es que la estructura tradicional que hasta ahora sostenía la cultura ha dejado de ser imprescindible. Con los cines cerrados, las plataformas de contenidos nos permiten ver las películas en casa; sin librerías abiertas, podemos pedir los libros por Amazon; ni siquiera es necesario pagar por leer, porque algunos escritores ofrecen en las redes sociales su obra gratis; tampoco hay motivos para ir a un museo cuando la mayoría dispone de visitas virtuales; las Fallas y la Semana Santa, si no es como pintoresco reclamo turístico, no merecen más llanto que el de sus cofrades; lo mismo sucede con San Fermín y los demás festejos taurinos de la temporada, a los que ni siquiera sirve ya uno de los mejores argumentos a favor de la tauromaquia, la necesidad de las corridas para evitar la extinción del toro bravo, ya que miles de ellos serán sacrificados igualmente y a nadie parece importarle.

Incluso se ha decretado un aprobado general para toda una generación de niños. Pasar de curso sin estudiar ni ir al cole: el sueño de todo estudiante. No pretendamos que luego estos jóvenes estén dispuestos a pagar por ver una película en el cine, por comprar un libro en una librería o por entrar en un museo. Tarifa plana cultural. Invita la casa.

Cultura, cultura, culturaPlana va a quedar la curva de los trabajos derivados de la cultura. El confinamiento ha acelerado tendencias que ya estaban en marcha, como la automatización, la economía de medios, el recorte de plantillas, el ahorro de desplazamientos y, en particular, la filosofía del do it yourself (hazlo tú mismo). La tecnología abarca mucho con poco, y en estos dos meses se ha confirmado que sólo se necesita a alguien suficientemente motivado y a un informático para hacer un programa de televisión o de radio, una serie, un disco, un concierto o cualquier otro producto cultural. La lucha contra la piratería perdió su propósito frente al autosabotaje involuntario. Sobrevivirán aquellos escritores, actores, directores y presentadores con carrera sólida y rostro reconocible, pero en la cuneta quedarán editores, correctores, traductores, libreros, iluminadores, técnicos de sonido, de producción, de fotografía, maquilladores, peluqueros, diseñadores y tantos otros oficios, ahora ya lo sabemos, prescindibles.

Si la urdimbre laboral de la cultura se abarata, el resultado será, con las debidas excepciones, cultura hecha por aficionados. Del amateurismo pueden surgir obras maestras, pero debemos cobrar conciencia de que lo harán por necesidad, como una flor en la fisura de un muro de piedra. El problema es permanecer impasibles ante esta catástrofe, que la veamos ajena, que creamos que es irremediable.

No ayuda que en las últimas décadas los planes educativos hayan soltado el lastre del griego, del latín, de la filosofía y de la religión. Sin las humanidades, cuyo nombre no es en vano, se ha escamoteado a la juventud buena parte del conocimiento del mundo que le rodea: los rudimentos del lenguaje, la abstracción conceptual y la dimensión simbólica, nada menos.

Internet resultó ser la coartada perfecta. Si antes todo estaba en los libros, ahora todo está en nuestro bolsillo. La memoria es accesoria. En lugar de almacenar información en la cabeza, lo podemos hacer en el móvil. Pero memoria no es conocimiento, y si no sabemos qué buscar, estamos condenados a repetir la Historia en bucles interminables.

Así regresó el eterno pan y circo. Las redes sociales pasaron de impulsar primaveras liberadoras de sociedades tiránicas a tiranizar sociedades politizando a su población. La cultura se convirtió en entretenimiento, y la política, en espectáculo transmitido minuto a minuto mientras se glorificaba la ignorancia, se primaba lo auténtico, se exaltaba lo emocional y se abonaba la cursilería. El decadentismo es divertido mientras hay pan, pero cuando éste se acaba, nos damos cuenta de que el circo era una fantasía aupada por todos. El emperador no sólo estaba desnudo, sino que no tenía nada dentro.

Entonces nos deslumbra la gran revelación: estamos solos en el mundo.

Hay quienes se resisten a ver la realidad sin velos. A principios de abril cundió por las redes sociales la convocatoria de un #ApagónCultural en protesta por la incomparecencia del ministro de Cultura durante la crisis sanitaria: una huelga de 48 horas sin contenidos culturales auspiciada por algunas de las figuras más visibles del mundillo, en particular actores y cineastas. Ni 24 horas tardó el Gobierno en reaccionar, consciente del peso político que durante décadas ha ostentado el gremio cinematográfico.

Casi un mes después, el ministro Rodríguez Uribes ha aparecido por fin para desglosar los 76,4 millones de euros que el Ejecutivo dispensará al sector. Los organizadores del apagón han sido los principales beneficiados, con facilidades tanto para los actores mediante subsidios especiales por desempleo como para la producción cinematográfica con subvenciones e incentivos fiscales. Incluso han caído 13,3 millones para los exhibidores de cine independientes, algo inédito hasta la fecha.

No están tan satisfechos los empresarios de artes escénicas pese a los 38,2 millones que recibirán. El colectivo de la música implora la entrada en vigor de la calificación de fuerza mayor en la cancelación de conciertos y festivales para evitar la ruina a los promotores de grandes eventos. Los libreros, con cuatro millones, aseguran que no tienen ni para empezar, y apenas un millón se destinará a las bellas artes. Incluso los profesionales de los videojuegos podrán ampararse bajo estas medidas. La tauromaquia, como cabía esperar, no está invitada a la fiesta del decreto ley.

No todo serán ayudas directas: 20 millones irán a una sociedad financiera especializada en la prestación de avales, que permitirán a las pymes disponer de 780 millones de liquidez. Créditos blandos al 1,5%. Muchas suspicacias han surgido por ser ésta una entidad vinculada al cine, sin contacto con los otros sectores culturales; también escepticismo: el salvavidas, como es costumbre, llegará tarde, mal y nunca.

La sorpresa aguardaba, sin embargo, en la letra pequeña: los subsidios extraordinarios asisten sólo al régimen de artistas, no a toda la tramoya de técnicos, especialistas y auxiliares entre bambalinas. De nuevo, quienes siempre pierden son los trabajadores. Qué ironía: al final, lo del #ApagónCultural iba por ellos.

Hemos soñado a gusto durante estos últimos años. Ahora es el turno de la prosa. Habría que preguntarse cómo hemos llegado hasta aquí, y eludir la respuesta fácil de culpar al de enfrente. En algún punto del itinerario arrinconamos la educación por improductiva y rebajamos la cultura al vuelo gallináceo del espectáculo. Quizá la cultura que mira alto no sirva para nada, pero un atisbo al mundo que quedará sin ella tal vez nos haga replantearnos las cosas.

La cultura no debe ser sólo entretenimiento, sino, ante todo, pensamiento. Si usted quiere arreglar la situación y no puede hacer nada concreto por ponerle remedio, no increpe al televisor, no protagonice exabruptos en Twitter, no dé la turra a sus amigos y familiares: abra un libro, vea una película, escuche música, contemple un cuadro. Aunque sus efectos no se perciban a corto plazo, el mundo mejora cuando dedicamos nuestra atención a una obra artística, sobre todo si su autor está muerto. Procure entonces que sus hijos o sus nietos le vean hacerlo, tal vez empiecen a imitarle. Y lo más importante: si además, cuando todo esto acabe, se desplaza a una librería, a un cine o a un teatro, aparte de experimentar el goce de los sentidos, colaborará al enriquecimiento del bien común.

La cultura es heroica. Nadie obliga a cultivarla, pero, por ser un fin en sí misma, ennoblece a quien lo hace. Sea pragmático: hágalo por usted solamente. En última instancia, en tiempos de paripés mórbidos, la cultura es una victoria íntima, un acto subversivo, una infidelidad oculta al sistema, un secreto entre nosotros. Nunca un acto egoísta hará tanto por el mundo.

Javier Redondo Jordán es escritor y gestor cultural.

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