Cultura de escaparate

Hemos construido una sociedad globalizada y uniforme, reconocible desde cualquiera de sus ángulos, no solo por la estandarización de modas, hábitos culturales o redes informativas y tecnológicas, sino sobre todo por la generalización de un discurso social maquillado. Los cosméticos, las prótesis, los estiramientos a favor de una estética artificial traspasan el físico de hombres y mujeres para penetrar en su conducta y en su forma de actuar en público. Esta tendencia está creando lo que podríamos llamar una cultura de escaparate donde todo detalle está diseñado para provocar un estado de opinión polite.

Se podría decir que esta necesidad de alterar algo para mejorar su apariencia y presentarse ante el mundo con intención de ocultar una verdad ha fagocitado sobre todo el discurso oficial desde Oriente a Occidente. Pocas esferas públicas de la sociedad global quedan libres de esta impostura ideada para el engaño donde todo debe sonar bien para obtener votos, amigos, clientes, beneficios, etc. Parece que nadie está libre de este discurso embustero que maquilla y transforma el belicismo en diplomacia, la fealdad en belleza, la ignorancia en intelectualidad, la inmoralidad en ética, el déficit en superávit… Tanto es así que una legión de expertos, sin ninguna carga moral, se ha especializado en armonizar conceptualmente el perfil profesional de muchos responsables públicos, del mismo modo que los médicos especialistas mejoran estéticamente el cuerpo de sus pacientes.

Este fenómeno fabrica unos actores sociales que ocultan su propia forma de pensar bajo argumentos populistas donde reina un hedonismo sin reparos. De este modo, la res pública queda cubierta por capas de una sustancia estética que da brillo a la superficie del mundo y contribuye a que sus profundidades cada vez lleven aguas más fecales. Siendo así, todo queda distorsionado por un disfraz teatral donde nada es realmente lo que parece. Se construyen personajes narcisistas de cartón piedra, de silicona, de tinturas con las que se travisten para interpretar un rol social políticamente correcto. Pero cuando los focos se apagan, ya entre bambalinas, con el rostro limpio de todo adorno, aparece la auténtica y sombría identidad.

Presentarse en sociedad aceptándose tal como uno es, actuando coherentemente con su forma de pensar, sin fingimientos, parece que poco ayuda a triunfar en este mundo globalizado. Lo vemos a diario a través de comportamientos paradójicos. Por ejemplo, las fundaciones de los bancos se constituyen bajo admirables criterios de solidaridad. Pero no olvidemos que los fondos con los que financian esa obra social vienen de los beneficios que el banco obtiene por aplicar desahucios, cuotas abusivas e intereses escandalosos que afectan y dejan en la ruina a muchos individuos, familias y empresas. La banca tiene que administrar esa mala imagen construyendo un mensaje socialmente plausible, un maquillaje que borre las huellas de su inequívoca identidad usurera. Si lo piensan fríamente su constructo es un insulto a la inteligencia: sus fundaciones, entre otras cosas, ayudan a rehabilitar edificios históricos con los pingües beneficios que le han generado la venta en subastas públicas de viviendas de obreros afectados por la crisis. Por otro lado, encontramos a dirigentes políticos que defienden abiertamente una educación pública y en cambio matriculan a sus hijos en colegios privados; otros se cubren con un discurso proderechos humanos y pacifista mientras que en la trastienda negocian ventas de armas con sanguinarios señores de la guerra. Este mismo fenómeno lo encontramos en empresas que ecológicamente son insostenibles pero crean departamentos de Responsabilidad Social Corporativa para financiar proyectos a favor del medioambiente intentando así ocultar su déficit social. Qué decir de los intelectuales librepensadores que se manifiestan con aspereza contra el capitalismo y en su vida privada viajan en Business Class y se albergan en hoteles de cinco estrellas. Y de los artistas que sostienen un lenguaje creativo antiburgués con precios desorbitados que solo se puede permitir una burguesía a quien tiene que rendir pleitesía para vender su obra. Tampoco tienen desperdicio los sermones religiosos en defensa de profundos valores cristianos que más tarde se convierten en ejecutores de abusos infantiles. El maquillaje a todos los protege pero, la realidad y el tiempo, tarde o temprano les pone en evidencia.

El sistema nos hizo creer que vivíamos en un mundo donde los radiantes números de las cuentas de resultados de gobiernos y empresas iban a beneficiarnos siempre, hasta que descubrimos que todo estaba cubierto por una inmensa máscara. Que los números reales habían caducado, olían mal y por eso había que enterrarlos bajo quilos de afeites. Pero la actual crisis los puso al descubierto, porque tarde o temprano la fiesta termina y las lociones se disuelven, los implantes caducan, el rimel se corre y el carmín se desdibuja para dejar al descubierto el auténtico rostro. Y aun así, a pesar de conocer sus vergüenzas y miserias, engaños y falacias la sociedad civil les ha dejado que se impregnen de nuevo con su falsa estética del bien. Con esta cómoda actitud, y mirando hacia otro lado, el ciudadano demuestra que prefiere vivir una pseudo-realidad antes que enfrentarse con la amarga, cruel y dolorosa realidad.

Norberto M. Ibáñez es director-editor de la revista Contrastes.

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