Cultura de la cancelación

Cada día aprendemos a convivir un poco más con dinámicas digitales que hace no tanto nos llenaban de pavor. Nos asustamos menos y establecemos menos enmiendas a la totalidad cuando un Kevin Spacey desaparece de una serie por haber cometido abusos sexuales hace años o se cancelan conciertos de R. Kelly, como si lo primero fuera el justo castigo por lo segundo. Sospechamos que en el fondo no debería haber motivo para privarnos de un buen actor que ha cometido un delito siempre y cuando salde sus cuentas con la justicia, pero algo en nosotros ha acordado que en este estado de la situación, la lógica fluya por otros caminos, o tal vez ni siquiera la lógica sino algo más poderoso: lo inevitable. Sabemos también que por muy justos que en ocasiones sean esos ataques, en otras no dejan de ser perfectamente extemporáneos y hasta aleatorios. Los derechos de las minorías, la reivindicación de justicia o el simple deseo de defenestrar a alguien se confunden en las redes en un caos tan colosal que requeriría un trabajo a jornada completa distinguir lo trivial de lo serio. Tal vez por eso nos inclinamos cada día un poco más a pensar que éste es el signo de nuestros tiempos: ganar por goleada en el territorio del embrollo, hacer que la pelota de hilo sea tan grande, que la simple idea de desarmar la madeja parezca una utopía.

Casi genera cierta nostalgia acordarnos de cuando opinábamos que la cultura de la denuncia en las redes era una forma de regular mediante un sano oprobio social los comportamientos e ideologías que “debían ser corregidos”, cuando nos parecía una democratización oxigenante que se ampliara la autoridad que decidía a quién se ponía en la picota digital. Pensábamos que al fin y al cabo de lo que se trataba era de abrir el marco del sancionador, y que cuantas más voces estuvieran habilitadas a sancionar, más probable sería que dejaran de irse de rositas los de siempre. La cultura de la denuncia suponía la victoria de David frente a Goliat: garantizaba que las minorías pudieran visibilizar e interrumpir comportamientos abusivos, por eso entendíamos también que, como tales, esas minorías solo pudieran ser intransigentes: no solo necesitaban protegerse, sino también, y por encima de todo, tenían que cohesionarse como comunidad. Hoy empezamos a estar más acostumbrados, pero también menos seguros. Un grado de incertidumbre que varía según la edad y el grupo social al que se pertenezca.

Hace unas semanas se produjo un pequeño encontronazo que ilustra bien esa brecha generacional. Durante un encuentro de la Obama Foundation, el expresidente advertía a los jóvenes de los peligros de un comportamiento demasiado radical y judicativo en las redes: deberíais abandonar lo antes posible esa idea de la pureza y de que hay que estar siempre “alertas” políticamente. El mundo es un caos. Existe la ambigüedad. La gente que hace cosas buenas también tiene debilidades. Esas personas a las que atacáis también quieren a sus hijos. La réplica no tardó en llegar. Dos días después, Ernest Owens, un reportero millennial del New York Times recordaba al expresidente que había sido su generación, con su incompetencia, la que había obligado a los millennials a una franqueza radical en temas como el medio ambiente, el feminismo o los derechos LGTBI, y afirmaba que lo que el expresidente no puede o no quiere entender es que las generaciones jóvenes no atacan por deporte, sino para defender a la gente desprotegida del daño que los poderosos ya han infligido.

Los dos tienen razón, evidentemente, Obama con su consejo de abuelo en pantuflas, el millennial Owens con su hacha de guerra diciéndole al viejo que juzga la vida con unos términos obsoletos, y aunque en ese desencuentro queda también nítida una premisa fundamental: la de que cuando las figuras del establishment afirman que se debería “moderar” la libertad de expresión se refieren siempre a la de los demás, no a la de ellos, lo que está claro es que la verdadera declaración es: esto no se va acabar mañana. Esto ha llegado para quedarse.

Cada día se van afinando también más los términos. Allí donde antes bailaban los eufemismos comienza ahora a hablarse abiertamente de una “cultura de la cancelación”. Un término que nace con el movimiento Me Too precisamente para hacer un llamamiento al boicot de las celebridades que manifiesten una opinión cuestionable o hayan tenido una conducta delictiva, machista, racista u homófoba. Bill Cosby, Michael Jackson, Roseanne Barr o Louis C. K. son solo una minúscula punta de lanza en la que no se distingue a los vivos de los muertos. El boicot de la cultura de la cancelación no pretende solo un tirón de orejas digital o un bloqueo profesional, sino algo más radical y en cierto modo verdaderamente utópico, borrar literalmente a esas personas, programar un paso del ser al no ser. Ya no importa que la persona se avergüence públicamente de sus acciones, ni que pague en moneda de carne o de sangre por sus errores o sus delitos, queremos que sea ajusticiada con la inexistencia: que sea cancelada.

El exiliado y la víctima propiciatoria son también, no lo olvidemos, instituciones basales de la comunidad humana, antecedentes pretecnológicos de esta cultura de la cancelación. Uno de los asuntos más peliagudos de la condición humana es a quién tenemos que pasar a cuchillo o a quién debemos expulsar de la aldea para ser quienes somos. El problema de Internet no es tanto que genere episodios inéditos en nuestra condición natural, como que legitima comportamientos atávicos de los que nos habíamos protegido mediante la promulgación de derechos. Si algo deja claro la declaración de los derechos humanos es que seguimos siendo dignos por mucho que otras personas afirmen que hemos dejado de serlo, y que “esa imposibilidad de dejar de ser dignos” es la base del consenso —de la ficción, si uno se pone muy cínico— que hemos acordado creer para construir una sociedad más ecuánime. Es un tanto dudoso por tanto que, sea lo que sea lo que hayamos hecho, alguien pueda decidir que no existimos más.

Pero la verdadera cuestión que pone sobre la mesa la “cultura de la cancelación” es la imposibilidad de redención, la clausura de una restauración a la vida previa al delito. Una huida hacia delante peligrosa, cuyas repercusiones son más difíciles de mesurar en el caso de que se instauren en nuestra manera de juzgar la realidad. Más que sobre los términos en los que deben permitirse esas campañas de oprobio digital o sobre la efectividad de las mismas, más que el debate sobre las defensas de las minorías o hasta dónde les favorecen esas campañas, tal vez deberíamos empezar a preguntarnos hasta qué punto los términos en los que planteamos esta cultura de la cancelación no estarán provocando lo contrario de lo que pretendíamos: restaurar lo que ha sido dañado, hacer justicia. Tal vez de lo que deberíamos estar hablando no es de cultura de la cancelación, sino de derecho al olvido. Puede que las personas no sean solo sus virtudes, pero desde luego no solo son sus defectos. En cualquier caso, como aconsejaba Rilke, más que apresurarnos por encontrar la respuesta, tal vez lo que tendríamos que hacer es formular bien la pregunta.

Andrés Barba es escritor y actual Jean Strouse Fellow de la New York Public Library.

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