Cultura política

Algunas de nuestras más relevantes instituciones vienen sufriendo una plaga que erosiona su prestigio de modo alarmante. Lo más desconcertante de la situación es que las conductas que tienden a activarla acaban siendo consideradas, a mi modo de ver acertadamente, como legalmente intachables. Puesto a aventurar un diagnóstico, apuntaría a la existencia de un notable déficit de cultura política, como consecuencia de un doble fenómeno aparentemente contradictorio. Por una parte, se espera de la ley más de lo que nos puede ofrecer, incurriendo en el craso error de que bastaría con respetarla para que la confianza depositada en los gobernantes no se viera frustrada. Por otra, se prescinde con falsa elegancia de la necesaria regulación legal, como si se faltara a la más elemental educación admitiendo que la clase dirigente no está libre del pecado original.

La curiosa fe en la suficiencia del respeto a la letra legal para que las responsabilidades hacia la sociedad resulten cubiertas se acaba convirtiendo en un cáncer para la vida política y ciudadana. Hace no muchos años el problema se inauguraba con el enroque en el burladero judicial cuando se reclamaban responsabilidades políticas. La única razón para que un político se decidiera a dimitir es que entrara en escena una pareja de la Guardia Civil. La presunción de inocencia, inobjetable como garantía procesal, se convertía en presunción de irresponsabilidad. Ahora cobra relieve otra secuela: quien ocupa un cargo público se siente empujado a ingresar en un curioso olimpo, rebosante de prebendas y sinecuras. Elementos cotidianos de la vida del alto cargo tienden a separarlo del común de los mortales hasta crear una especie de segunda naturaleza. El coche oficial eleva sobre el asfalto peatonal provocando una especie de levitación por lo civil. Para ingresar en él le abrirá y cerrará la puerta un acompañante que parece, quizá por efectivas razones de seguridad, oficiar de lacayo. Dentro encontrará un voluminoso fajo de prensa del día, que le apartará del popular mundillo del quiosco. En el restaurante la mesa se oculta en un reservado. La necesidad de escolta, que para cualquier ciudadano en su sano juicio se imagina como una insufrible amenaza a la más elemental intimidad, acaba cobrando aire de séquito que anuncia la llegada de un ser de otro planeta. La gente va quedando lejos...

Al despacho van llegando entradas para los toros, invitaciones a la tribuna futbolística y todo un maná de atenciones que el alto cargo acabará asumiendo como justo pago a su abnegada inmolación por el procomún. Él no pide nada; se limita a no rechazar, pretextando querer evitar desaires. No suele surgir la chabacanería del soborno explícito, pero sí una repentina e inesperada familiaridad con personajes dadivosos a los que antes no había tenido el gusto de ver ni en pintura.Parece obvio que un alto cargo lleva consigo un incremento de relaciones y que, también para evitar invitaciones que puedan generar deuda, hará bien en ser él quien cubra el costo. Surgen así los gastos de representación, en cuya justificación no tendría mucho sentido indagar. El alto cargo no deberá con frecuencia explicar con quién come o cena, como tampoco habrá de levantar acta de la conversación. El problema es que, ascendido al olimpo en la apoteosis de su carrera de servicio público, puede acabar perdiendo el sentido de la realidad hasta extremos impensables. No se tratará con frecuencia de alguien convertido por la política en nuevo rico, que se siente el rey Midas invitando al chófer a compartir la coca trasegada con fondos públicos. Ocurrirá también a prebostes de buena familia, que incluso pueden limitarse a mantener su habitual tren de vida sin el fastidio de tener que tirar de cartera. La fascistoide demonización del político tiende a ignorar una obvia realidad: es un ciudadano más, al que las circunstancias sitúan en coyunturas que lo ponen a prueba. La crisis económica lo ha puesto de relieve. Cuando al ciudadano medio, que había clamado contra especuladores e intermediarios, le han cantado la milonga de que se ha descubierto la receta para hacerse rico en dos días, no ha vacilado en endeudarse hasta las cejas en operaciones obviamente especulativas; ni en aspirar a forrarse con producto financieros que le convertían en intermediario de un tinglado del que no tenía mayor noticia que el dinero a recibir. También fuera de la política existe el pecado original.

¿Tiene arreglo escenario tan fatalista? Siempre he pensado, sin oportunidad para acceder en mi servicio público a prebendas como las aludidas, que a todo personaje público le irá bien si no hace ni dice en privado lo que no pueda hacer o decir en público. Se deberá sin duda a que he leído no poco a Jeremy Bentham, que lo tenía bastante claro. «La línea que separa el dominio del legislador del dominio del deontologista es bastante marcada y visible. El punto donde las recompensas y puniciones legales cesan de intervenir en las acciones humanas es donde vienen a colocarse los preceptos morales y su influencia. Los actos cuyo juicio no se ha sometido a los tribunales del Estado caen bajo la jurisdicción del tribunal de la opinión». Es decir, que la ley no puede ni debe ocuparse de todo, pero que un político no se puede permitir el lujo de considerarse sometido sólo al imperio de la ley. Deberá, al contrario, considerar que pisa terreno sagrado y cuidarse mucho de no manchar las alfombras.

La apelación al tribunal de la opinión nos ofrece una pista. Más acá de la ley, lo que puede garantizarnos la pública honestidad en escenarios tan tentadores será precisamente la publicidad. Sin duda, el alto cargo no tiene por qué ir anunciando a toque de trompeta con quién come o dónde se hospeda, pero no parece que se ponga en juego la supervivencia del Estado si periódicamente nos enteramos de qué se ha gastado en ello, sin necesidad de que alguien se lo saque con sacacorchos para filtrarlo al periódico amigo. Quizá el alto cargo se lo pensará más despacio, aunque solo sea porque cabrá comparar su tren de vida con el de su vecino de despacho. Por supuesto que, por su cargo, merece márgenes de confianza, pero algo convendrá hacer para que no acabe ocurriendo que la confianza dé asco. Habrá quien piense que eso no sería sino demagogia populista. Entramos así en el segundo disparate; considerar superfluas e improcedentes las medidas cautelares.

La regulación del lobby en el mundo anglosajón sonará a obscenidad, pero el resultado será que los tendremos también, aunque sin regulación alguna; hasta que llegue el día de llevarnos las manos a la cabeza como si acabáramos de aterrizar de otro planeta.

Por lo arriba leído, hemos de entender a la opinión pública como un tribunal. Esto exigiría igualmente que los medios de comunicación agudizaran su conciencia de la necesidad de una independencia objetiva, similar a la que se exige a las jueces: La principal excusa del alto cargo en apuros suele ser siempre la misma: se sabe inocente, dimitir podría quitarle no poco peso de encima, pero equivaldría a declararse culpable; haría además el juego a los que con obvios objetivos políticos le han puesto en un brete. En un arrebato de lealtad pensará que su dimisión acabaría afectando también a los que lo nombraron. La función de los medios de comunicación será en efecto decisiva; de ellos dependerá que suene la voz de la deontología o que se desencadene un repugnante linchamiento. El asunto es complicado en un país donde más de un periodista encumbrado se siente llamado a oficiar de preceptor de príncipes.

La llamativa falta de sentido institucional y la conversión del espacio público en cortijo resultan herederas de la peregrina idea de que, cumpliendo la ley, salga el sol por Antequera. Peor aún cuando se ve acompañada de la fingida hidalguía del que considera falta de educación ver plasmado en normas legales cómo se debe manejar el dinero de todos y cómo se administra. Pretextar que no hay fórmulas para llevarlo a cabo sin poner trabas al servicio público es tan caprichoso como pretender hacer de tribunal de opinión alternando, según toque, la denuncia profética y el mirar para otro lado.

Andrés Ollero, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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