Cultura y civilización

Puede que la pregunta más ardua e importante del momento actual sea si la cultura occidental puede trasvasarse a pueblos de distinta historia y tradiciones o bien el intento provoca un rechazo que da lugar a conflictos de todo tipo, como el ocurrido en Afganistán. Los occidentales, o blancos para entendernos, con una altanería que pone en duda nuestra pretensión de ser los más inteligentes, veníamos pensando que hacíamos un favor a quienes, al tiempo que los conquistábamos, les enseñábamos nuestra forma de vida. Si bien lo que podrían llamarse «nuevas invasiones bárbaras» (entendiendo «bárbaro» en su sentido latino de «extranjero»), con oleadas de inmigrantes que desde las antiguas colonias intentan llegar a sus exmetrópolis jugándose la vida, parecen confirmar tal teoría, los problemas que están teniendo tanto los inmigrantes como los países de acogida lo ponen en duda. Es verdad que a los que llegan de países que apenas han dejado atrás el nivel tribal o se ven amenazados por los vecinos, la simple seguridad europea y los puestos de trabajo, aunque sean los más duros y peor pagados, les basta. Pero a todos les queda la nostalgia de su aldea, sus tradiciones, hábitos y peculiaridades.

Si le unimos un colonialismo puro y duro, de explotación de las riquezas naturales del país, sin beneficio alguno para los nativos, el conflicto tendrá que llegar, tarde o temprano. Si se le unen dos religiones monoteístas, es decir, con un determinado Dios, el conflicto está montado desde el primer día, sin que a la larga haya otra salida que la ósmosis en la segunda generación, o el choque abierto, con la victoria de unos y la derrota de otros. Es la situación en la que nos encontramos hoy, pues aunque hace tiempo de que los colonos europeos retornaron, ellos o sus antepasados, a sus países de origen, el conflicto no hace más que crecer con la llamada «guerra de civilizaciones» ya en la metrópolí, ya en las excolonias, sin indicios de que vaya a finalizar en un futuro próximo. Los atentados terroristas en Europa nos lo advierten de forma inequívoca y concluyente, por más que las medidas de seguridad se hayan multiplicado en todas partes.

Antes de seguir adelante, permítanme aclarar algunos conceptos para no armarnos un lío mayor del que ya tenemos. Una de las cosas que aprendí del profesor Palomeque en la Universidad de Barcelona, hace bastante más de medio siglo, es que no deben confundirse cultura y civilización. Cultura es el saber abstracto, general, tanto de personas como de cosas, que define a un individuo o un pueblo, incluida su escala de valores. Mientras civilización es la aplicación práctica de tales saberes y señala su nivel de vida. Se puede ser muy civilizado, es decir disponer de todos los artilugios modernos, y al mismo tiempo inculto, o sea, un patán. Algo que se da cada vez con más frecuencia al haberse multiplicado los medios para acceder a cualquier dato histórico, científico, artístico o político. Un móvil es, aparte del medio de tener una conversación con alguien en el otro extremo del planeta, una biblioteca tan grande como la mayor. De ahí que, en los planes de estudios españoles, se haya menospreciado la memoria. Era el reproche que hacíamos a los norteamericanos, luego a los japoneses y últimamente a los chinos, sin darnos cuenta de que estábamos tirando piedras a nuestro propio tejado, ya que ambas cosas van unidas. Lo dijo Leonardo en una de sus más bellas metáforas: «La teoría es el capitán, la práctica, los soldados». Aunque hoy sabemos que la simple teoría no sirve más que como entretenimiento, mientras la práctica a secas no avanza. Sólo uniendo ambas, cultura y civilización, podremos realmente progresar, al servir la una de muleta a la otra y viceversa. El gran error en el estudio de las Matemáticas, y lo que las ha hecho tan antipáticas a tantos, es considerarlas una serie de fórmulas o ecuaciones cada vez más complicadas, cuando son un lenguaje, con números en vez de letras. Pero ambas intentan describir la realidad, como un artículo o un cuadro.

Que las ciencias son universales es de sobra conocido y aceptado, por lo que apenas hay divergencias sobre ellas. La tabla de multiplicar es la misma en Boston que en Kabul. También el amor de un capuleto como Romeo y una montesca como Julieta puede darse en dos tribus afganas. Lo que ya resulta difícil, e incluso peligroso, es que se dé entre un cristiano y una musulmana. O sea, hay culturas abiertas y culturas cerradas. Sin duda la occidental -basada en los principios socráticos de «sólo sé que no sé nada», lo que me obliga a aprenderlo todo, y «el hombre (ser humano diríamos hoy) es la medida de todas las cosas», base de los derechos humanos-, la permite convivir con otras, no importa la idea que tengan de ese Ser que desborda la mente humana que es Dios. Ello la ha permitido crecer e incluso adoptar lo mejor de otras y deshacerse de hábitos, como la esclavitud, que la oscurecían.

Cuanto más dogmática sea una cultura, menos posibilidades ofrecerá a sus seguidores. Ahí puede estar el problema con el islamismo. Nos dicen sus expertos que el Corán y la Shura están llenos de amor al prójimo, aunque sea de distinta fe y costumbres. Los ejemplos últimos no lo confirman. Se argüirá que el cristianismo tuvo sus cruzadas y autos de fe. Pero fue hace mucho tiempo y ha abjurado de ellos. Al resto, aunque acepten los avances técnicos de la civilización occidental, les falta más o menos para alcanzar la universalidad de esa cultura, siendo algunas de ellas impenetrables como las rocas.

José María Carrascal es periodista.

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