Cumbres poco borrascosas e inútiles

Cartagena de Indias, la capital caribeña de Colombia, será marco de una nueva cumbre de las Américas, este fin de semana. Asistirán todos los máximos mandatarios de los países del Hemisferio Occidental, con una estrella central (el presidente de Estados Unidos, Barack Obama) y tres ausencias por motivos distintos (Chávez de Venezuela, Correa de Ecuador, y Raúl Castro de Cuba). Los demás, conservadores moderados, populistas irreprimibles, obsesionados por la reelección y tentados por el autoritarismo y el indigenismo, no se han querido perder la oportunidad de retratarse con el presidente norteamericano, vestido de una elegante guayabera del mejor modisto local. No es la primera cumbre de ese formato, ni será la última. Están por ver los resultados del sideral gasto de viajes y seguridad que implica el acontecimiento.

Antes de su celebración, la cumbre generó una notable controversia a causa de un país que paradójicamente ha dejado de ser una amenaza de seguridad, como sí sucedía durante la Guerra Fría: Cuba. Debido a las reglas del cónclave, los asistentes deben ser creyentes y practicantes de la democracia liberal. Los países que se aferran a una economía centralizada y un sistema político de tintes totalitarios no son bienvenidos. De ahí que el anfitrión Juan Manuel Santos, presidente de Colombia, intentó lo imposible, pero ante la negativa de Estados Unidos, no tuvo más remedio que decirle a Raúl que no se indignara si no recibía la invitación. De las protestas y amenaza de boicot de los países de la Alianza Bolivariana de América (ALBA), el esquema de Chávez, solamente ha quedado como resto la tozudez del presidente ecuatoriano, aislado según su propio hermano.

La reunión de Cartagena presenta varias dimensiones que conviene tener en cuenta. La primera es su parafernalia mediática (a modo de Juegos Olímpicos); la segunda es su agenda (vaga); y la tercera es su soporte institucional (débil). En primer lugar, nadie se querrá perder la interpretación de himno nacional colombiano a cargo de nadie menos que Shakira, nativa de la vecina Barranquilla. Después de haber convertido, durante el Mundial de fútbol, en éxito disquero su pegadizo ritmo de resonancias sudafricanas, con sugestivo movimientos de caderas, ya poco le quedaba por superar a la cantante. De ser imitada, no cabe duda que contribuirá tremendamente a la mejora de la imagen de la interpretación de los himnos sudamericanos, por regla general de música aburrida y letras de poetas segundones. La mejor actuación de la desaparecida Whitney Houston fue su modalidad del himno norteamericano.

La segunda debilidad es la ausencia de una agenda delimitada que pretenda encarar los problemas serios y urgentes que tiene planteados el continente tras la desaparición de las prioridades estratégicas de hace décadas. La lucha (o su abandono, sustituida por la utópica legalización) contra las drogas, la criminalidad endémica (que invita al autoritarismo de buen grado), la pobreza y la desigualdad (que corroen a todas las sociedades), y la hiriente y polémica emigración descontrolada son algunos de los sectores de atención hemisférica. Se duda que los mecanismos de la cumbre ayuden a manejarlos adecuadamente.

Pero en último término, la carencia más impresionante del contexto de la reunión cartagenera es el etéreo soporte institucional. No se sabe bien quién en realidad convoca (la OEA, oficialmente), quién está cargo de la responsabilidad de llevarse a cabo (¿Washington?), y a quién habrá que preguntar sobre los resultados (nadie contestará). El teléfono que Kissinger pidió a la Unión Europea no existe en América. Históricamente, el origen es preciso, por doble senda. Una es remota: estos cónclaves interamericanos (ya con la hegemonía de Estados Unidos) se detectan en las postrimerías del siglo XIX. Transformaron la Unión Panamericana (llamada “ministerio de colonias” de Washington) en la moderna Organización de Estados Americanos (OEA). La resonancia de la reunión de Punta del Este en 1967 con el anuncio de la Alianza para el Progreso no ha sido superada.

El más reciente origen es, sin embargo, la convocatoria del presidente Bill Clinton en 1994 en Miami para la reunión fundacional de lo que se vendió como Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Se trataba entonces de ampliar la lógica del esquema del Acuerdo de Libre Comercio de Norteamérica (TLCAN, mejor conocido por sus siglas en inglés, NAFTA). Del ALCA hoy no quedan más que los planes para convertir a Miami en una Bruselas de las Américas (según documentos surrealistas de la época). Washington se enfrentó a la hipócrita actitud de Brasil y la connivencia de sus vecinos, nunca convencidos de la bondad del proyecto. Hoy solamente hay “alquitas” (tratados individuales) y el ALBA, la respuesta de Chávez.

Pero esa reacción visceral del convaleciente líder venezolano ha surgido también en compañía de nuevos esquemas inter-latinoamericanos de libre comercio o integración existentes. Así nacen la Unión Sudamericana de Naciones (UNASUR) y la Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe (CELAC). ¿Son complemento, sustitutos, o amenazas para MERCOSUR, la Comunidad Andina, el Sistema de Integración Centroamericana (SICA) y Caricom? Quizá todo este confuso panorama se solucione por su sustitución por una sola cumbre (¿o una institución?), si el presente experimento sobrevive.

Joaquín Roy es catedrático ‘Jean Monnet’ y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *