Hoy cumple noventa años Antonio Mingote. Ahí lo tienen ustedes, como todos los días, al volver esta hoja. No sé, cuando esto escribo, cuál será su dibujo, en qué dirección apuntará su ingenio, en qué palabras condensará hoy su gota cotidiana de humor y sabiduría. Solo sé que nunca defrauda.
Desde el 19 de junio de 1953, ininterrumpidamente, ha publicado su viñeta en este periódico. Más de cincuenta y cinco años, más de veinte mil dibujos, la mayor parte con su pie. Pongamos, de promedio, de dos a tres líneas por pie y calculemos en extensión de libro lo que eso representa: el escritor Antonio Mingote, el sabio Mingote. Se ha dicho que su colaboración cotidiana es, en síntesis, un editorial. La historia de ese colmado medio siglo, la verdadera historia política y social podría hacerse desde el lápiz y la pluma de Mingote.
Cumplir noventa años y cumplirlos con la agilidad mental y física con que él los cumple, con su temple moral, ya es una felicidad en sí misma que puede disfrutar en plenitud. Y con él, todos los que lo queremos y lo admiramos, que somos muchedumbre. Y desde luego ABC, su morada, del que ha sido estandarte y blasón o, como suele decirse ahora con lenguaje censual, seña de identidad.
Somos, pues, muchos y variados, a celebrar este cumpleaños feliz y a emplazar a Antonio Mingote para su centenario. Yo, que tengo ocho años y medio menos que él, seguramente no lo veré, pero ya le tengo dicho que deseo morirme antes para que me dedique una viñeta elegíaca, ese género que ha inventado y del que es maestro insuperable.
Yo lo admiraba desde mis años de estudiante, por los cuarenta, cuando colaboraba en «La Codorniz». Ni imaginar que nuestras vidas iban a confluir en su último tramo. A él lo eligieron académico cuando yo ya había sido elegido y él fue el siguiente. Leyó mi discurso de ingreso, Sobre la letra q, para orientarse y me dijo lo más hermoso y halagador para mí viniendo de quien venía: que era un discurso que se podía dibujar y que había estado imaginándole ilustraciones mientras lo leía. Yo fui uno de los dos académicos que lo condujeron al estrado el día de su ingreso y, desde entonces, fue creciendo y afianzándose nuestra amistad. Congeniamos desde el principio. Somos asiduos ambos: faltamos muy pocos jueves y, cuando falta, se echa de menos, porque su presencia infunde serenidad.
De Antonio Mingote se han dicho tantas cosas, y todas buenas, que todo lo que yo pueda decir y quisiera decir parecerá plagio; pero hay algo que quiero destacar: es una de esas personas entrañables que poseen en altísimo grado el don de la amistad, que sin esfuerzo aparente saben ganarse el aprecio y la confianza, el reconocimiento y la voluntad de quien a ellas se aproxima, de quien está en su cercanía.
Llevamos más de veinte años conviviendo en la Academia, viéndonos, cuando menos, todos los jueves y pasando casi dos horas, esa tarde, en asientos contiguos, en una comisión de las que proceden a la revisión del diccionario, una reunión laboriosa de ocho o diez personas, espontánea, amistosa, finamente crítica, en la que se analizan las propuestas de los lexicógrafos que trabajan para la casa y su aporte documental. Alguna vez él ha olvidado el audífono en casa y me toca a mí informarlo de lo que están diciendo los demás, pero no pierde ni el sosiego ni el estilo. Sus intervenciones, amén de irónicas, suelen ser clarificadoras y decisorias. Su juicio mesurado y su precisión idiomática resultan, habitualmente, incontrovertibles. El último jueves lo felicitamos todos, anticipadamente, por esta llegada triunfal a los noventa y, en el curso de la sesión, analizamos y discutimos la palabra acercanza, que aparece en el DRAE como voz antigua con el significado de «proximidad, relación» y, efectivamente, desapareció a finales del siglo quince, su última aparición escrita es de 1494. Toda voz que no haya llegado al siglo dieciséis, que no esté documentada en los clásicos, debe ser tratada por el diccionario histórico, claro esta, pero desaparecer del actual para aligerarlo, para hacer sitio a la riada de neologismos que van llegando y se van haciendo usuales en el intercambio cotidiano. Lo recuerdo y propongo su eliminación, pero los escritores presentes (Arturo Pérez-Reverte, Javier Marías, Francisco Brines, Emilio Lledó) se han enamorado de ella, les parece sugestiva y susceptible de ser usada, de entrar en competencia con cercanía o proximidad e introducir algún matiz diferenciador que ahonde en el significado y piden su indulto. Si ellos son capaces de revitalizarla, de reintroducirla en la lengua en las próximas semanas, sus textos la justificarán y, por supuesto, la salvarían. Se aplaza, pues, la ejecución de la sentencia. Antonio, que también está con ellos y dispuesto a cooperar en la conservación, me dice: «¿Cómo estamos tú y yo? En acercanza. ¿En qué se ha apoyado nuestra amistad de años? En la acercanza académica». Me convence.
Suele convencer. En este ambiente de trabajo y entendimiento donde se afinan las definiciones con la colaboración de todos, ahí es decisivo con frecuencia el magisterio de Mingote, su conocimiento de las cosas, su memoria de lo que fue y su exactitud conceptual. Sentado a mi izquierda, me apunta soluciones mientras se discute algún problema, remiso siempre a alzar su propia voz. Tengo yo que levantar la mía y comunicar «Antonio dice que...», y lo que dice Antonio va a misa.
A veces se le reclama su opinión de experto en algún campo donde sabemos que lo es. Se ríe y niega ser experto en nada. Pero lo es de verdad en muchas cosas, por ejemplo en música y en instrumentos musicales. Hasta he llegado yo a saber algo de eso, después de sus explicaciones, siempre atinadas y aclaradoras, porque conoce muy bien la lengua que habla y su observaciones sobre ella tienen, por lo menos, la misma fiabilidad que cada uno de los rasgos de su lápiz o de su pluma cuando traza sus dibujos. No me canso nunca de insistir en que es un escritor de cuerpo entero. Aunque su genio de dibujante deslumbre de tal modo que impida advertir el brillo y la exacta concisión de sus bocadillos y desvíe la atención de la prosa de sus libros, donde «Hombre solo», pongamos por caso, permite soslayar a «Historia de la gente». Y ya con repasar sus títulos se da uno cuenta de la condensación de su estilo: recordemos, por ejemplo, «Los inevitables políticos».
Convivir con él es un lujo. Cuenta las anécdotas con la misma sencillez y profundidad que muestran sus viñetas. Hablábamos el jueves de todo esto, de sus cincuenta y cinco años en ABC, de las nuevas generaciones, y contó que había llamado al periódico para hablar con alguien de las alturas, de la plana mayor, y le pasaron la llamada al despacho correspondiente. «¿Quién lo llama, por favor?», oyó una voz femenina, desconocida, la secretaria al parecer. «Antonio Mingote». «¿De qué empresa?».
Nos contaba hace algún tiempo, a propósito de una discusión de la serie, más o menos sinonímica, constituida por alias, apodo, mote, seudónimo y otros, que en Daroca todas las familias del pueblo tenían su apodo, menos la suya, curiosamente. «Con este apellido ya no era necesario».
Siempre sosegado pero no impasible. No se le puede dar gato por liebre y la estupidez ambiental es un calvario para él. La va señalando y algo logra, la pone de relieve con sus monigotes y sus comentarios y nos hace sonreír, que no es poco regalo. En ocasiones, su dibujo editorial es de tal calado que merece los honores de la portada, como ese de hace unos días en que alguien muestra el zapato en el que los Reyes Magos no habían dejado nada pero le habían echado unas medias suelas.
Felicidades, Antonio. Sopla ya las noventa velas de la tarta y disfrutemos todos contigo de esta fecha, única en la vida y no en todas las vidas, a la que tú has llegado en paz y gracia, en gloria y en verdad.
Gregorio Salvador, de la Real Academia Española.