Cumplir o no cumplir

Los romanos fundaron su derecho, para regular las relaciones entre los ciudadanos, sobre el principio general que se recoge en la frase pacta sunt servanda, que refleja la necesidad de cumplir las obligaciones adquiridas. En nuestra Edad Media (el Fuero Juzgo, las Siete Partidas, etc.) se recoge también reiteradamente el respeto a lo pactado, y el Ordenamiento de Alcalá, en 1348, proclamó que «de cualquier manera que el hombre quiera obligarse, queda obligado», fijando el criterio espiritualista de que lo importante es la voluntad de adquirir el compromiso y no las formas en que se manifieste. A finales del siglo XIX, nuestros brillantes legisladores de aquella época incluyeron en el Código Civil la norma de su artículo 1.091, que impone lo siguiente: «Las obligaciones que nacen de los contratos tienen fuerza de ley entre las partes contratantes y deben cumplirse al tenor de las mismas»; la firmeza y claridad del precepto hasta podría llevar a pensar que los que incumplen los contratos se sitúan al margen de la Ley. Además, la obediencia a lo pactado y la fidelidad en su cumplimiento se integran en la seguridad jurídica que garantiza la Constitución de 1978, en su artículo 9.2.

Cumplir o no cumplirTan completa es la exigencia del cumplimiento de las obligaciones adquiridas que ni siquiera se extinguen con la muerte de quien las suscribió; en el derecho español la aceptación de la herencia obliga al heredero a asumir las deudas de aquella y a pagarlas incluso con sus propios bienes (artículo 1.003 CC) a menos que se acepte la herencia a beneficio de inventario, es decir, solo hasta donde llegue el valor de los bienes heredados para el pago de los acreedores del difunto (artículo 1.023.1 CC) y hasta si se renuncia a la herencia con el fin de que los acreedores del propio heredero no vean satisfecho su derecho con los nuevos bienes que va a adquirir el deudor, pueden aquellos pedir al juez que los autorice a aceptar la herencia en nombre del heredero (artículo 1.001 CC).

A la vista de estas pinceladas sobre la importancia del cumplimiento de los pactos, cabe decir que las relaciones jurídicas, especialmente las de contenido económico, se rigen fundamentalmente por lo que suele designarse como «el respeto a la palabra dada». Causa sorpresa e inquietud observar en estos últimos tiempos, y frente a una constante moral y jurídica mantenida durante siglos, que aparezcan voces reclamando como un derecho el incumplimiento de las obligaciones asumidas libremente, ignorando la obediencia a las leyes y que solo los Tribunales de Justicia pueden eximir de aquellas cargas derivadas de pactos suscritos en aplicación de la autonomía de la voluntad. Así es, porque el principio limitador del cumplimiento de las obligaciones, que también los romanos señalaron con la frase rebussicestantibus, es decir, siempre que las circunstancias no cambien sustancialmente, solo puede ser aplicado por los jueces y nunca por los interesados, ni pueden dejarse de cumplir las obligaciones cuando las circunstancias han variado a causa de la conducta del propio deudor, despilfarrando sus bienes.

Si del mundo de las relaciones contractuales entre los particulares pasamos a las que se producen entre los Estados, el progreso del Derecho Internacional se ha producido precisamente acentuando los instrumentos que favorecen el cumplimiento de los Tratados; así, la Organización de las Naciones Unidas, tras su fundación en 1945, creó un Registro de Acuerdos Internacionales y el Tribunal de La Haya, para conservar los pactos y dirimir los conflictos derivados del incumplimiento de obligaciones internacionales.

Cuanto queda dicho ha de traerse a colación en un momento histórico en el que se pretende devaluar el compromiso del cumplimiento de lo pactado, como si solo fuera obligatorio cuando buenamente se pueda. En estos días se asiste al espectáculo, un tanto triste, de que un país, que fue cuna en otros tiempos, de nuestra cultura, confundiendo Gobierno (transitorio y elegido en la democracia para regir la vida política del pueblo) con Estado (estructura permanente en la que el cumplimiento de los compromisos no depende de la voluntad mayoritaria de ese pueblo), se enreda en una dialéctica ajurídica con las instituciones europeas, tratando de emplear la semántica para dar satisfacción a promesas electorales internas, contradictorias con las relaciones que tiene que guardar con sus socios internacionales.

La generalización de esa idea, que deja el cumplimiento de obligaciones jurídicamente exigibles a la variación de las situaciones personales del obligado, o a la voluntad política colectiva, puede llevar a situaciones que conviertan en fallido el derecho que regula los contratos y el que ampara los tratados internacionales.

No se trata, naturalmente, de ignorar el sufrimiento de las personas que en Grecia, como también en otros países, se encuentran ante necesidades perentorias imposibles de satisfacer, pero la solución no puede estar nunca en exigir que sean los demás los que renuncien a sus derechos, sino en pedir, con la verdad por delante, la solidaridad de otros pueblos que están embarcados en la misma empresa común. Las ayudas extraordinarias y la comprensión más extrema no se pueden imponer a otros y solo pueden ser solicitadas partiendo de la ausencia de engaños, llamando a las cosas por su nombre y con una actitud de respeto, porque solo desde él puede pedirse ayuda.

No puede aceptarse el falso dilema entre cumplir lo pactado o no hacerlo; es afrontando las propias obligaciones como pueden reclamarse los derechos y lograr el equilibrio en cualquier clase de relaciones.

Lo más preocupante es que si llega a instalarse en una sociedad el «contraprincipio» de que las obligaciones pueden incumplirse sin sufrir consecuencia alguna, no solo se producirá la ruina jurídica, sino que a ella seguirá el desastre económico porque sin seguridad jurídica no hay ni inversión ni crédito posibles, y entonces será cuando se habrán cerrado las puertas a una solución razonable. Confiemos, una vez más, en que el sentido común acabe imponiéndose.

Ramón Rodríguez Arribas fue vicepresidente del Tribunal Constitucional.

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