Damnatio memoriae

Un efecto decisivo ha tenido la inmolación de Leopoldo López: ha añadido al discurso de la oposición venezolana una palabra asombrosamente obviada durante todos estos años, «dictadura». Ha sucedido precisamente cuando las palabras sobraban, y cuando, sorteando la censura, la realidad se ha hecho ostensible en las imágenes de una brutal represión. Con todo, quizá habrá quien se extrañe de que una decena de muertos frente a la acción policial resulten más llamativos que los cientos que se registran, por falta de aquélla, cada semana en Caracas.

Que la impunidad y la violencia son connaturales a la revolución chavista es una cosa patente, pero ello parece no haber bastado para dar al problema el estatuto de un fenómeno político. Incluso tras las protestas, Henrique Capriles ha insistido en reconducir la discusión al plano de lo social, desdibujando las consideraciones que apuntan directamente a la cuestión del cambio de régimen, para profundizar más bien en el tratamiento de las acuciantes necesidades de la población. Parte de la intelli

gentsia venezolana, procedente sobre todo del mundo académico, secunda esta visión. Una conocida investigadora declaraba: «Todos los venezolanos tenemos miles de motivos para protestar, pero no todos son políticos o se pueden expresar políticamente».

La perspectiva no es nueva. Durante un siglo, y bajo el influjo de la historiografía marxista, la Revolución francesa se abordó casi exclusivamente como un fenómeno social, en el que los hombres no eran los sujetos de la historia sino hojas movidas por factores socioeconómicos. Éstos, a su vez, se imbricaban en una compleja red de categorías abstractas y sin embargo formuladas con toda la fuerza de una ley física, según las pretensiones científicas del materialismo histórico. Por eso, la naturaleza del Terror o de la Comuna pretendía deducirse a partir de variables como el precio del pan, y sobre ellas se acuñaban dogmas como el de la «lucha de clases», con tanto predicamento dentro y fuera del marxismo.

Entonces llegó François Furet, cuyo revisionismo desveló el alcance de la ideología; de los discursos y estrategias que modelan las concepciones sobre el poder para subyugarlas a una cosmovisión fraguada en las determinaciones, a la vez históricas y eternas, de los hombres y sus circunstancias. De este trabajo emergió la política como ciencia de la conducta, como orden y proyecto; algo que, al tiempo que descubría las derivas autoritarias, restituía la confianza en la razón liberal como dique efectivo contra esos excesos.

Hoy la tendencia se ha revertido. Bajo el signo fragmentario y complejo de la posmodernidad, lo público vuelve a tomar la imprecisa forma de una volonté générale que hace de la democracia un fenómeno meramente sociológico, fáctico, susceptible de ser descrito pero no organizado. Y poco importa que un giro buenista del asunto no invoque ya ese concurso de fuerzas sociales con la intención de aplastar al contrario sino, antes bien, con la de buscar el consenso: total es que es inútil tratar de encontrar en la aquiescencia de los venezolanos, en sus necesidades o en sus frustraciones, una razón que permita entender el chavismo como una democracia.

El chavismo se planteó desde sus comienzos como una democracia de facto de origen sociológico. Pero la asonada que en 1992 lideró Chávez tenía todas las notas del golpismo latinoamericano al modo de Pinochet y de la «Reorganización» argentina. Para que el verde del uniforme militar se confundiera con el del traje de Robin Hood, tuvo que producirse antes el «caracazo» de 1989, una ola de saqueos y disturbios que todo el mundo aceptó acogiéndose al diagnóstico del «estallido social». Hoy parece evidente que tras aquellos sucesos hubo una planificación muy bien calculada, y que buscaba cifrar allí la legitimidad de acciones posteriores destinadas a barrer el sistema constitucional, como acabó sucediendo al fin, mediante el montaje arbitrario y marrullero de una Asamblea Constituyente con la que se consumó el golpe de Estado.

Porque, al revés que los ingenuos intelectuales que propugnan la «lectura social» de la democracia y rehúyen la política, todo lo que toca el socialismo queda convertido en ariete político, y poco vale la razón cívica para impedir su absolutización según el único fin que interesa: eliminar al adversario. La suerte es que en Venezuela ha descubierto esta estratagema, precisamente, la generación que parecía destinada a recitar de memoria la fábula del caos originario en el que un día llegó el «comandante Eterno» y se hizo la luz. En sus carnes, en cambio, se les ha revelado la verdad de un tirano que aprendió sus tácticas de los Castro, y que dejó a Nicolás Maduro este perro de presa que es el Estado venezolano, con su pistolerismo institucionalizado y sus instituciones pistoleras. Así ha de recordarlo la historia.

Xavier Reyes Matheus, secretario general de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.

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