Dando clase en la cubierta del Titanic

Aparentemente, no pasa nada. Vemos a nuestros educandos de la sociedad hiperconectada en su perpetuo soliloquio con el móvil o concentrados en alguna pantalla -¿qué mirarán?- en vez de tomar apuntes. Nos resignamos a que lo contrasten todo con fuentes –más o menos fiables- de acceso inmediato, a que pongan en cuestión lo que decimos y nos reclamen respuestas en tiempo real. Notamos su renuencia a la comunicación convencional y su seducción por los estímulos visuales, su propensión a hacer varias cosas a la vez, su facilidad para extraer de los artilugios tecnológicos utilidades que ni sospechábamos que existieran. Los vemos, pero hacemos como si todo eso no afectara a su forma de aprender. Seguimos dándoles clase igual que otros hicieron con sus padres. Nada, en la mayoría de las aulas universitarias, parece denotar urgencias de cambio.

Y sin embargo, algo se mueve bajo nuestros pies. Y deprisa. Como en otros sectores de actividad económica (edición, audiovisual, turismo o banca, por no extendernos) la globalización y la revolución digital, combinadas, están produciendo, en la educación superior, cambios económicos, tecnológicos y psicosociales que van a la raíz de lo que –usando la jerga empresarial- llamaríamos “modelos de negocio” de las instituciones educativas.

Visto desde el ángulo de la oferta, el acceso al conocimiento básico se desmonetiza a marchas forzadas. La tecnología digital lo pone al alcance de todos, a menudo sin coste, y permite consumirlo de forma autónoma, ubicua y asincrónica. La actividad que siempre se había realizado en el aula pierde así una parte nada pequeña del valor que le atribuíamos. El entorno competitivo se endurece. Las instituciones académicas tradicionales monopolizaban el acceso al conocimiento de calidad, pero hoy nuevos actores aprovechan los cambios para lanzar al mercado productos de conocimiento que combinan calidad y bajo coste. Las credenciales de universidades de prestigio compiten ya con modelos diferentes de reconocimiento (nano degrees, certificaciones no-pay, micro especializaciones…) que los empleadores han empezado a valorar.

Pero lo más importante, para un educador, está ocurriendo en el lado de la demanda. La carga cognitiva –la cantidad de conocimiento consumido por persona y unidad de tiempo- crece exponencialmente, pero se digiere de manera fragmentada, sincopada, dispersa, superficial. Al mismo tiempo, las sociedades y organizaciones de hoy necesitan, cada vez más, personas capaces de discernir aplicando su propio criterio, de relacionar entre sí hechos y fenómenos aparentemente distantes, de interpretar entornos fluidos y volátiles, de afrontar problemas complejos. Sólo experiencias educativas capaces de consolidar los conocimientos, de hacerlos viajar a través de las fronteras –casi siempre artificiosas- de las disciplinas, de proveerlos de sentido y convertirlos en base para nuevos aprendizajes podrán responder a esos desafíos. La preocupación, cada vez más extendida, por fortalecer los contenidos humanísticos de la educación superior responde a esa inquietud.

Claro, que transformar conocimiento en meta-conocimiento exige una fuerte personalización de los procesos educativos. Y éste es un camino que se hace menos escalable cuanto más masivo: no podemos poner un tutor a cada estudiante. La viabilidad económica del asunto queda en entredicho salvo que se asuman dos cambios. El primero, que una parte significativa de esa personalización puede ser auto-gestionada por el estudiante si reformulamos la relación –hoy todavía unidireccional y condescendiente en muchos casos- entre profesor y alumno. El segundo, que para ello es necesario un uso masivo, disruptivo e inteligente de la tecnología digital.

La tecnología nos permite en la actualidad trasladar fuera del aula una parte considerable del proceso de aprendizaje. Siempre fue así, dirán algunos. Sí, pero lo que ahora cambia es tanto la dimensión de este hecho como la misma secuencia del proceso. Hoy es posible aprovechar las posibilidades del aprendizaje en línea para producir y/o filtrar recursos de conocimiento básico de alta calidad y adaptar su consumo a las circunstancias, aptitudes y preferencias personales de cada estudiante. Podemos, incluso, acreditar de este modo su grado de dominio. Estas posibilidades tienen un alcance pedagógico revolucionario. Uno de sus efectos es que enriquecen extraordinariamente el potencial del trabajo en el aula. Eric Mazur, profesor de Física en Harvard, lo explica así: “El primer escalón es transferir información. En el segundo escalón, el alumno necesita hacer algo con ella: construir modelos mentales, crear sentido, ver cómo esa información, y el conocimiento inserto en ella, se aplica al mundo que nos circunda”. Liberada de buena parte de su función meramente transmisora, el aula puede dedicarse a consolidar conocimiento previamente adquirido, relacionarlo con otras perspectivas, situarlo en un entorno de aplicación, ponerlo a prueba, obligarle a afrontar retos difíciles, extraer de él su potencial transformador.

Aun siendo trascendentes, los cambios más significativos no derivan del uso de la tecnología. Mientras las aulas universitarias tuvieron el monopolio del acceso al conocimiento de nivel superior, el foco de atención prioritaria se dirigió a aquellos que podían producirlo y transmitirlo del modo más fiable. Ahora, con ese conocimiento convertido en commodity, el desafío de la universidad es manejarlo de forma que haga posibles experiencias de aprendizaje de alta calidad. Lo que va a contar es la capacidad para asegurar esas experiencias y conseguir graduados dotados de los perfiles que la sociedad y la actividad productiva demandan. Los modos de diferenciación entre las instituciones se desplazan aceleradamente desde los inputs del proceso educativo hacia sus resultados e impactos. El verdadero cambio consiste en asumir que el estudiante y su aprendizaje son el centro de todo.

Para las instituciones, esta inflexión transforma en profundidad el contrato psicológico con sus dos actores principales: estudiantes y profesores. A los primeros, porque los responsabiliza de una parte importante de su propio aprendizaje, imponiéndoles un papel más autónomo y exigente del que están acostumbrados. Además, una disposición más activa por su parte es consustancial a un modo de aprender en el que la co-creación de conocimiento, la colaboración en retos o proyectos y el trabajo de equipo desempeñan un papel decisivo. Para el educando, el estar en el centro del escenario no equivale a recibir el trato obsequioso que se dispensa a un cliente. Al contrario, su nuevo rol le obliga a superar ciertas pulsiones (dispersión, superficialidad, individualismo, sobrevaloración, autoindulgencia…) que forman parte, mucha o poca, de los contextos en que se socializan las personas hoy en día.

Y si gestionar ese ajuste de expectativas es difícil, no lo es menos el que afecta al profesorado. Como está ocurriendo en otros sectores, los profesores estamos, nos guste o no, en el umbral de cambios que transforman el oficio que hemos conocido. Cambian las competencias exigibles: será difícil que los procesos de legitimación profesional sigan basándose casi exclusivamente en capacidades reconocidas por la comunidad académica, pero desvinculadas muchas veces del talento para enseñar. Cambian los roles docentes, que tendrán que asegurar la calidad de los aprendizajes e integrar la aptitud para dinamizarlos, coproducirlos y conectarlos con la realidad. Cambian ciertos requerimientos de habilidades técnicas, como las de comunicar en línea y desarrollar contenidos digitales, hoy prácticamente inéditas. Cambian las métricas y sistemas de evaluación que habrán de reconocer nuevos equilibrios entre actividades presenciales y a distancia y ponderar de un modo distinto los esfuerzos dedicados a preparar, actualizar, impartir, orientar, monitorizar, apoyar, evaluar.

Son, sin duda, retos de gran calado. Lo que podemos dar por hecho es que nuevas formas de entender la misión de educar y nuevos roles y modos de relación entre quienes la ponen en práctica van a caracterizar a aquellas instituciones de educación superior que consigan seguir siendo relevantes en los próximos años. En palabras de Eric Hoffer: “En tiempos de cambio drástico, son los que aprenden quienes heredan el futuro. Los que ya saben suelen encontrarse muy bien equipados para vivir en un mundo que ya no existe”.

Francisco Longo es profesor y director general adjunto de ESADE Business and Law School.

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