Dar las gracias

Hay llamadas que justifican toda una vida. Manuel Carlos Calzado vive en Linares. Al llegar a mi despacho, Lucía, vivamente emocionada, me comenta la lista de llamadas y me dice: «No puedes dejar de hablar con este señor, a mí me ha contado su historia, pero deberías oírla de primera mano». Marco su número y me responde de inmediato:

-«¿Don Carlos?»

-«¿Quién llama?

Le digo mi nombre y escucho un silencio al otro lado, que sólo se rompe a los pocos segundos para agradecer balbuceante el gesto de mi llamada y contarme, ya sereno, el motivo de la suya.

Don Carlos estaba viendo la televisión en su casa cuando apareció en la pantalla mi nombre y mi imagen. Al ver el apellido Utrera Molina algo se removió en su interior, algún íntimo resorte le hizo reaccionar y se puso a buscar mi número de teléfono. Él era pequeño cuando, allá por los años 60 del pasado siglo su padre les dijo a todos: recordad siempre que un señor que se llama José Utrera Molina nos ha cambiado la vida. Malvivían en una corrala con nueve familias más, en condiciones de penuria y sin apenas medios. «Gracias a una gestión personal de su señor padre -me dijo- el mío encontró trabajo como mecánico en la fábrica de Santana y nos concedieron una vivienda nueva de Protección Oficial de 70 metros cuadrados en la Barriada de la Paz, donde por fin pudimos vivir con dignidad. Al verle en la televisión sentí que no tendría mejor oportunidad para dar las gracias en nombre de su familia por lo que por ellos hizo mi padre, porque nos cambió la vida. Nuestros padres siempre nos enseñaron a ser agradecidos».

Fui yo quien le dio las gracias; fui yo quien se emocionó por tan noble y entrañable gesto, por el privilegio de escuchar el testimonio de gratitud de un hombre sencillo hacia los desvelos del hombre al que tanto debo. A veces, las palabras te estallan en el corazón de la melancolía y te ayudan a revivir el lejano y tembloroso balcón de la niñez; otras veces, son el único refugio del sentimiento, cuando la dictadura del silencio termina y permiten liberar una conciencia a menudo atrapada por la pereza, por el vacío o por la nada.

Decía mi padre que la gratitud era la gracia de una intimidad satisfecha, la refrescante oxigenación de la memoria y el orgullo consolador de un sentimiento. En definitiva, un aire de paz tranquilizante en cuyo seno llegan a desvanecerse los dolores viejos, las amarguras antiguas, los recuerdos ingratos, quitándole el lugar a la tentación de la venganza y del rencor.

Don Carlos quiso saldar con su llamada una deuda pendiente con su propia niñez, cumplir en nombre de su familia con un deber de gratitud hacia quien había cambiado el rumbo de sus vidas.

No todas las personas tienen la fortuna de sentir o ejercitar la virtud de la gratitud. Tributaria de la humildad, la gratitud se niega a los soberbios, a los narcisistas, a los mimados y a quienes dan por sentado que son merecedores de cualquier merced que reciban. La gratitud está reñida con la soberbia y anida en personas que han sufrido dificultades y saben del inmenso valor que tiene la ayuda de otros. En definitiva, la gratitud está reservada para una aristocracia del espíritu, para las inteligencias mejor desarrolladas, para quienes carecen de memoria de agravios y reservan su memoria para todo lo que de positivo le ha deparado su existencia. En definitiva, la gratitud, como dijo Cicerón, «tal vez no sea la virtud más importante, pero sí es la madre de todas las demás».

Fue John F. Kennedy quien dijo que «siempre hay que encontrar el tiempo para agradecer a las personas que hacen una diferencia en nuestras vidas». El ejemplo de Don Carlos es uno más de los cientos de emocionantes testimonios que mi familia ha recibido de gente anónima desde que mi padre rindió la vida ante el Altísimo. Los que tuvimos el privilegio de conocerle sabemos bien que sacrificó siempre su bienestar y comodidad personal por el servicio a los demás, pues para él, la política no era otra cosa que la emoción de hacer el bien. Recuerdo que en sus últimos años, consciente de sus limitaciones, me pedía ayuda para cualquier petición que a sus noventa años seguía recibiendo de personas sencillas, incapaz de negar a nadie el derecho a la esperanza.

Mi padre siempre decía que la gratitud «es una de las más profundas expresiones del ser humano». Se despidió de su madre cuando ésta entregó su alma a Dios, dándole gracias por haberle dado la vida, por haberle transmitido la fe y el amor a España. Así se despidió de él, mi hermano mayor, en nombre de todos nosotros en su postrero adiós. Y así ha querido despedirse también, un hombre bueno como Don Carlos que, acaso sin saberlo, convirtió su llamada en todo un monumento a la gratitud.

Luis Felipe Utrera-Molina, abogado.

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