Dar(se) cuenta

Mi liberada:

Tengo una sensibilidad desarrollada respecto a los plagios. En 1991, Jaume Boix y yo escribimos una biografía de Juan Antonio Samaranch (El deporte del poder) que suscitó una gran indiferencia entre el público. Un año después una pareja de periodistas británicos, Vyv Simson y Andrew Jennings, publicaron The Lords of the Rings, que se tradujo al español como suena: Los señores de los anillos. El libro de los lores tenía dos secciones, por así decirlo. Una vociferaba sobre los supuestos negocios turbios del Comité Olímpico Internacional y sus dirigentes, puramente imaginaria y sin mayor apoyo fáctico. Otra rigurosamente verdadera y mucho mejor escrita detallaba la vida de Juan Antonio Samaranch en el franquismo y la Transición. Nunca conocí las fuentes periodísticas que se utilizaron para la primera sección. Pero sí para la segunda, que era nuestro libro, groseramente fusilado al alba y en serie. El auténtico dolor sobrevino meses después cuando el libro de los ingleses se vendió mucho más que el nuestro, incluso en español.

Dar(se) cuentaQuince años después una cadena radiofónica me envió unas invitaciones para el estreno en Barcelona de Hamelin, una obra de teatro de Juan Mayorga y de la compañía Animalario. Fue una intensa experiencia. Para cualquier autor hay pocas cosas comparables que ver en un escenario la obra que ha escrito. La obra, además, era Raval, un libro mío del año 2000, de asunto y de escritura seriamente dolorosos. La intensidad se completaba con la singular evidencia de que hasta aquel momento yo no había tenido la menor noticia del montaje, que, como es natural, resultó plenamente exitoso. Al igual que hice con los británicos traté de que los jueces compensaran mi trabajo; pero en uno y otro caso me tocaron en primera instancia abogados panolis. Culpa mía fue también no haber insistido y no remover cielo y tierra para obligar a los ladrones, pero siempre he tenido que ganarme la vida, e incluso, como se va viendo, la vida de los otros. Por lo demás, la determinación del plagio es un asunto judicialmente difícil. Y la jurisprudencia del Supremo va al peso. Es demencial que se establezca para la condena un tanto por ciento de texto fusilado, de modo que se puedan plagiar ideas y retóricas muy originales siempre que el número de líneas no sea excesivo. Por el contrario muchas notas de la Wikipedia fusiladas se considera plagio. El plagio es como el orgasmo, quién no lo reconocería. Pero otra cosa es explicarlo y, sobre todo, que esas explicaciones sean ejecutivas. Ahí está el caso del vergonzoso plagiario que sigue al frente de la presidencia del Gobierno, aunque su presidencia, ciertamente, sea siempre en funciones, de segunda mano, como una copia borrosa respecto del original de una presidencia verdadera.

Esta semana el diario Abc dio noticia de los asombrosos plagios del libro Filosofía contemporánea de Manuel Cruz, publicado por Taurus en 2002 y reeditado en 2010. El periódico ha encontrado quince partes fusiladas y nueve filósofos sin citar. Voy a copiarte un ejemplo que me parece cruelmente significativo:

Escribe Jesús Mosterín en Los lógicos (Espasa Calpe, 2000): "De todos modos, Frege reconocía que en esta obra no había probado la tesis logicista, sino que se había limitado a motivarla, exponerla y hacerla verosímil. Su demostración definitiva tendría que venir con la formalización de la lógica y con la deducción formal de los teoremas aritméticos con los solos medios del cálculo lógico".

Escribe Manuel Cruz en Filosofía contemporánea (Taurus, 2002): "Con todo, en este libro, como el propio autor reconocería explícitamente, todavía no alcanzó a probar la tesis logicista, sino que se limitó a motivarla, exponerla y hacerla verosímil. Quedaba pendiente la tarea de presentar la deducción formal de los teoremas aritméticos con los únicos medios del cálculo lógico".

El ejemplo, a mi juicio, es significativo. Descarta un mecánico copypaste, que pudiera colarse sin comillas y sin cita, y se comprueba cómo el manoseo estropea y oscurece la prosa original de Mosterín, colega, por cierto, durante algunos años en la facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona. No hay duda, en este y en los casos aportados, que Cruz hizo algo que no debía. Sobre la importancia de lo que hizo he leído por ahí alguna instructiva justificación exculpatoria que viene a decir que el libro era apenas un manual. Digo instructiva porque, si eso se le permite a un libro de un profesor universitario, qué no se le va a permitir, por ejemplo, a la columna minúscula de un periodista minúsculo, pleonasmo. Esta semana he tenido que vencer por dos veces la tentación de dar al periódico una columna que ya había escrito. La tenía muy bien armada, porque en vez de plagio era autoplagio, que siempre atenúa, y por el propósito moral que se desprendía. Y he recordado a Camba, por supuesto, que después de la guerra siguió escribiendo las columnas que ya había escrito antes de la guerra con el más admirable propósito de continuidad de la vida española del que tengo noticia.

Antes de escribirte, traté de tener con Cruz una charla filosófica sobre su caso, pero no quiso. Debe de estar instalado en este párrafo de su libro Dar(se) cuenta (Ed Libros, 2019): "No es menos cierto que la expresión 'asumir responsabilidad' es un mero flatus vocis si no incluye atribuirse la reparación de los daños que la propia acción haya podido provocar (...) Darse cuenta no es solo ser consciente: es también rendir cuentas de uno mismo ante sí mismo". Es una posibilidad esperanzadora. Hasta ahora lo peor del caso Cruz no ha sido ni siquiera el plagio, y las sospechas inevitables sobre sus procedimientos intelectuales, sino su respuesta, que ha sido la de negar el hecho. Cruz tiene la responsabilidad moral de dar explicaciones. Primero, por respeto a la verdad. El filósofo ("coincidencias mínimas" se ha atrevido a decir: donde lo peor es coincidencias) pretende blindarse en su reciente oficio de político. Él mismo explica el porqué en Pensar en voz alta (Herder, 2018), discurriendo agudezas sobre los lectores que votan a un político corrupto a sabiendas: "No hay reproche social al corruptor, de la misma forma que tampoco se castiga la mentira en política". Pero luego hay algo más, y aún más importante: Cruz debe pagar. El ministro Huerta llevaba seis días en el Gobierno cuando el indecoroso fake que lo nombró lo destituyó al saberse que había defraudado a Hacienda diez años antes. La destitución planteaba la cuestión interesante de la prescripción moral y de la asunción de responsabilidades. Una infracción -ni siquiera un delito- cometida diez años atrás resultaba invalidante para ser ministro. Hay ahí un debate de interés sobre el tiempo y la responsabilidad. Pero, además, Huerta pagó su infracción del único modo que la ley dispone: abonando lo adeudado y una multa. Si los errores se pagan, Huerta pagó. Solo el reinado de la más infecta demagogia pudo obligarlo a dejar de ser ministro. Solo una hoguera de aberrantes dimensiones semejantes obligaría a Cruz a dejar su cargo. Pero el hecho de que se niegue a pagar solo la aviva. Cruz no puede pagar con dinero. A pesar de que los intangibles de este tipo de manuales son difícilmente precisables, el libro vendió poco más de 1.000 ejemplares entre 2007 y 2019. No tengo cifras anteriores, ni tampoco las de su probable anticipo editorial: pero ese número de libros dan 2.000 euros de beneficio. Cruz no debe pagar con dinero sino con explicaciones pormenorizadas sobre su modo de filosofar: por qué traficó con las palabras de Jesús Mosterín, Gianni Vattimo, Nicola Abbagnano, José María Mardones y Nicanor Ursua, Julián Marías, Carlos Solís, Richard Rorty y Gilles Deleuze. Entonces, pagado y prescrito, podrá seguir siendo el filósofo que era. Para seguir de político no hace falta que diga ni haga nada.

Sigue ciega tu camino.

Arcadi Espada

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