¡Date tiempo!

El estado espiritual de nuestro tiempo, si es que puede hablarse de tal cosa, dificulta enormemente las posibilidades del silencio y la lentitud. Y, con ellas, las del pensamiento y la vida del espíritu. Wittgenstein dijo que en la carrera de la filosofía gana el que consigue correr más despacio. Nada es tan ajeno a la filosofía como la precipitación y la prisa. Por eso el filósofo vienés decía que el saludo entre filósofos debería ser ¡date tiempo!

La filosofía, es decir, la auténtica filosofía, no los prescindibles sucedáneos al uso, es esencialmente ajena al espíritu progresista dominante, no propio del Occidente sino de la suplantación vergonzante de su genuino espíritu. Ese que se nutre de lo que no es él, pero que ha acertado a asimilar durante siglos como su tradición y vocación: la religión cristiana, la filosofía griega y el derecho romano (valgan los pleonasmos).

Wittgenstein redactó un prólogo para sus Investigaciones filosóficas que no llegó a publicar. En él puede leerse lo siguiente, que quizá exprese lo que yo querría expresar:

«Este libro ha sido escrito para quienes se acercan amistosamente al espíritu con el que fue escrito. Creo que este espíritu es distinto al de la gran corriente de la civilización europea y americana. El espíritu de esta civilización, cuya expresión es la industria, la arquitectura, la música, el fascismo y el socialismo de nuestra época, es ajeno y antipático al autor…

Me es indiferente que el científico occidental típico me comprenda o me valore, ya que no comprende el espíritu con el que escribo. Nuestra civilización se caracteriza por la palabra «progreso». El progreso es su forma, no una de sus cualidades, el progresar. Es típicamente constructiva. Su actividad estriba en construir un producto cada vez más complicado. Y aun la claridad está al servicio de este fin; no es un fin en sí. Para mí, por el contrario, la claridad, la transparencia, es un fin en sí».

No hay verdad que no sea clara, transparente. Pero la claridad no es fácil sino, por el contrario, lo más exigente. No hay que hablar para todos, sino sólo para los que pueden entender. A los demás hay que dirigirles hacia otras metas. Lo que entienden unos pocos, sólo lo entienden esos pocos. No tiene sentido decírselo a los demás. «Es más decoroso poner a la puerta un cerrojo que sólo llame la atención a quienes pueden abrirlo y no a los demás». Todo decir distingue entre quienes lo entienden y quienes no lo entienden. En realidad, no se trata de llegar a un lugar distinto a aquel en el que ya estamos. Y a quien no está, es muy difícil llevarlo allí.

La Universidad resulta cada vez más amiga de la utilidad que del pensamiento, de la práctica que de la teoría. Ortega y Gasset pensó escribir un ensayo sobre Marta y María, las hermanas de Lázaro en el relato evangélico, es decir, sobre la acción y la contemplación. La Universidad quiso ser, y lo fue en sus horas mejores, un ámbito para la contemplación, esto es, para María. Para escuchar y, menos, para hablar. Hoy esto resulta extrañamente difícil. Pero al negar la posibilidad de María, también se impide la de Marta. Ni Marta ni María. Hoy viven los universitarios una absurda carrera que no tiene más meta que la acreditación y la promoción. Todo es frivolidad y prisa. No tienen ellos la culpa. Y se olvida que gana la carrera quien corre más lentamente. Es la maldición del «yuppie» universitario, hermano fallido del «broker». Aborrecemos tanto la meditación y el sosiego que prostituimos la Universidad y vaciamos los monasterios.

Y cada vez es más difícil encontrar en ella un pensamiento. Heidegger enseñaba a sus discípulos a distinguir entre el objeto erudito y la cosa pensada. A favor de lo segundo, aclaremos por si acaso. Hoy apenas es posible discernir entre ambos porque la cosa pensada se ha ausentado. No habita, al menos, según Wittgenstein, en la mayoría de las páginas del periodismo filosófico y de las revistas especializadas (incluidas las indexadas, añadiría con perdón).

Popper decía que un intelectual es alguien que lee con un lápiz en la mano. Pero nadie lee hoy; si acaso, desliza sus pupilas sobre la superficial superficie del computador. Y ¿quién recuerda lo que era un lápiz?

Pocos de los grandes filósofos podrían acreditarse en la Universidad actual. Pongamos Sócrates, que no escribió nada pero enseñó mucho. Por no hablar de las estancias de Kant en el extranjero. O de los aparentes devaneos literarios de Nietzsche. Por cierto, cuando más viajan los universitarios, más provinciana y aldeana resulta la Universidad. Cosas de la aldea global.

Sin embargo, lo que queda hoy de la Universidad es lo que permanece en ella de lo sagrado perdido. La Universidad, si acaso sobrevive en su desplome, es un templo. Siempre lo ha sido. En mayo de 1976 pronunciaba Claudio Sánchez Albornoz estas palabras ante los alumnos en el homenaje que le tributó la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense:

«Váis a decir que soy un reaccionario, pero para mí la Universidad es sagrada. Gritad lo que queráis, alborotad, defended vuestros intereses, pero fuera de la Universidad; la Universidad es un templo».

Esperemos que un templo no definitivamente profanado y devastado, tierra baldía. Y, por cierto, en un sentido profundo, inusual y verdadero, toda Universidad es cristiana. Aunque hoy apenas perviva algo más que el viejo ritual, anacrónicos retazos de algo que un tiempo atrás tuvo pleno sentido. Vestigios de un antiguo naufragio. La idea de una Universidad cristiana es un pleonasmo.

La Universidad es una comunidad de maestros y discípulos. Lo demás es formación profesional superior. Incluso habría que revisar esa idea de comunidad. Wittgenstein decía que el filósofo no es miembro de ninguna comunidad, y que él, en ningún caso, aspiraba a tener discípulos. En esto se parece más bien al solitario héroe americano, tal como lo describen los autores del excelente ensayo tocquevilliano Hábitos del corazón. El verdadero héroe, el que salva a la comunidad del mal, suele ser alguien más bien poco comunitario, un sujeto extraviado y marginal, que vive o ha vivido en el límite de la legalidad y la normalidad. ¿Acaso es compatible el heroísmo con la normalidad? Es una paradoja que ilustran la novela negra y el cine del Oeste. Digamos, Hammett y Ford.

No hay que tener prisa. Los molinos de los dioses, según Homero, muelen despacio. Démonos el saludo de los filósofos (aunque no lo seamos; desconfiemos de quien se declara filósofo, pues no es ese un título que alguien pueda otorgarse a sí mismo): ¡Date tiempo! Al fin y al cabo, estamos invitados a la eternidad. Como afirmó Hegel, la lechuza de Minerva levanta el vuelo a la hora del crepúsculo. La sabiduría no es fruto de juventud, sino que espera, en el mejor de los casos, en la última vuelta del camino de la vida. Siempre hay tiempo. ¡Date tiempo!

Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de Filosofía del Derecho.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *