¿Qué hay en una alocución política? ¿Nada más que palabras para los convencidos en un lugar de vacaciones azotado por el viento? El discurso de la semana pasada de David Cameron ante los conservadores en Blackpool (noroeste de Inglaterra) fue anunciado como el de la hora de la verdad, «el discurso decisivo» tanto para él como para su partido; al menos así se concebía cuando aún se barajaba el adelanto electoral para este otoño -sin la más mínima justificación-, que finalmente Brown ha descartado.
A 10 puntos por detrás de Gordon Brown en las encuestas de los últimos meses, Cameron se vio obligado a decir a sus huestes titubeantes que una derrota en las urnas, prácticamente segura, no sería el fin del mundo. Como los rusos en la batalla de Borodino, animó a sus correligionarios a seguir manteniendo la moral bien alta, haciendo posible a su jefe la supervivencia para lanzarse al combate en una cita posterior. Pues bien, aunque era intrascendente en sí mismo, el discurso de Cameron se ha convertido en trascendente, porque todo el mundo ha dicho que lo era.
Lo que hizo el líder del Partido Conservador británico no fue tanto estar a la altura de la ocasión como complacerse en ella. Su aspecto impecable y su porte juvenil contradicen la supuesta seriedad que hace falta para transmitir autoridad en un Gobierno. Cunde en relación a él una sensación como de que se ha cometido un pequeño error al repartir los papeles, como de que no está lo bastante preparado para el trabajo en cuestión. A unos electores mayoritariamente conformes con permitir a Gordon Brown seguir en el cargo -como hicieron con John Major en 1992-, debe ofrecérseles una razón convincente para que se lo jueguen todo a la carta de un ingenuo. De ahí, pues, la presentación que Cameron hizo de sí mismo como un político sin aristas y responsable, un inquilino verosímil de Downing Street pero no, como sería de esperar, en un plazo de tres años, sino incluso dentro de tres semanas.
Con su forma de hablar, en un tono familiar, durante más de una hora sin recurrir a notas, Cameron se reveló como un orador extraordinario que forma un trío impresionante con la brillantez retórica de William Hague [ex líder de los conservadores] y el estilo confiado de George Osborne [portavoz del Partido Conservador de Finanzas]. No recurrió a frases rimbombantes y resultó, afortunadamente, parco en tópicos, salvo ese terrible patinazo sobre «el nuevo mundo: el fracaso de la vieja política, la necesidad de una nueva política». Era consciente de que se estaba dirigiendo no sólo a los convencidos, sino, sobre todo, a los espectadores escépticos a través de los televisores de toda la nación, lo cual requería, como él mismo dijo, un cambio de actitud, «de un hombre que quiere dirigir mi partido a uno que quiere dirigir mi país».
El partido de Cameron ha disfrutado de una buena semana después de un verano para olvidar. La estrategia de apelar primero al centro en los temas de medio ambiente y política social y después a la derecha en los de defensa, ley y orden cayó en el riesgo de parecer que se movía en un río revuelto para ganancia de todos. A continuación, las propuestas de investigación que Cameron presentó hace un año de manera audaz tocaron demasiados puntos e introdujeron confusión en temas como los centros estatales de enseñanza secundaria, los impuestos en los supermercados y lo que parecía ser una especie de fervor medioambiental colectivo. A lo largo de esta semana, la dirección ha tenido que cerrar precipitadamente la caja de Pandora, mientras Cameron tuvo que ofrecer en su discurso un poco de coherencia ideológica.
Eso sí, ha sido capaz de hacerlo con habilidad. La tradicional personalidad conservadora, dividida entre la necesidad de una gran libertad individual y un gobierno fuerte, se ha resuelto en su frase: «Yo creo que si damos a las personas más poder y control sobre sus vidas..., la sociedad en su conjunto también se volverá más fuerte». Cameron se ha comprometido no sólo a acabar con los documentos de identidad, sino también a eliminar todo tipo de regulación vertical en la que «se retira la responsabilidad a nuestros funcionarios públicos y, en consecuencia, se prescinde [de toda responsabilidad] de los servicios públicos».
Cameron ha exhibido un entusiasmo desconocido por la autonomía de los gobiernos locales y por «hacer pedazos los manuales de procedimientos, las barreras y las revisiones de cuentas». Ha habido apoyo a los alcaldes electos y a los comisarios de policía, e incluso a un juvenil «servicio nacional de ciudadanos» de objetivos imprecisos. Estas ambiciones se han ilustrado de manera muy gráfica con anécdotas sobre profesores, médicos y policías imposibilitados de realizar su trabajo por culpa del centralismo de los laboristas.
Oír a un conservador quejarse de que «mientras nuestra economía se está volviendo más rica, nuestra sociedad se está volviendo más pobre» es algo novedoso y bienvenido, aunque queda invalidado cuando se identifica una sociedad más fuerte, con menos inmigrantes, más presos y la necesidad de las guerras de Irak y Afganistán. Esto debe de responder más a la audiencia de Cameron que a sus propias convicciones personales.
El se ha dado cuenta con toda claridad de que, para ser elegido, un partido conservador tiene que superar al laborista en terrenos como la escolarización igualitaria, el funcionamiento del NHS [National Health Service o Sistema Nacional de Salud] y la consolidación de las pensiones individuales. Debe prestar atención, asimismo, a las cuestiones relativas al medio ambiente que los jóvenes políticamente activos consideran simbólicas, como la de atajar de una vez «el claro peligro que en estos momentos representa para nuestro país el cambio climático». No ha sido una hazaña menor lograr que una audiencia conservadora aplauda las restricciones a la libertad del consumidor que puede conllevar una política destinada a combatirlo.
Cameron está en vías de definir un nuevo conservadurismo que podría liberarse así del lastre pesado de 18 años de mandato, desde 1979 a 1997. Este conservadurismo da carpetazo a los gobiernos fuertes y a un Estado autoritario, pero no mediante un individualismo defendido con uñas y dientes, sino a través del compromiso personal con el voluntariado y el servicio público. El thatcherismo eliminó buena parte del desorden que había en la intervención estatal en la industria y el comercio. Su asignatura pendiente fue el funcionamiento excesivamente burocratizado del Estado. Para Tony Blair y Gordon Brown eso ha significado la aceptación de las privatizaciones thatcherianas de la manera más burda y la llamada posibilidad de elección (falsa, en gran medida) en los servicios públicos. Eso no ha funcionado. Eso ha sido thatcherismo mal entendido.
No está claro lo que significa en la práctica el compromiso de Cameron con los servicios públicos personales. Tendrá que encontrar una antítesis al centralismo que vaya más allá de consignas sin contenido del tipo de «una nueva política» y «responsabilidad social». Deberá poner algo de chicha en estos conceptos, no sólo una idea general, sino compromisos concretos de descentralización de los servicios mencionados a favor de las autoridades democráticas locales. Habrá de ceder a estas autoridades el poder de recaudar y gastar dinero, que es algo que todavía se muestra reacio a hacer.
Hay algo que todavía impide a Cameron acercarse a la taquilla y exigir que el ministro haga menos, no más, en relación con algunas crisis en los servicios públicos. Es como si no se atreviera a exigir la descentralización porque él mismo está aún encerrado en el armario de Westminster. Carece de experiencia para comprender exactamente qué es lo que está fallando en los servicios públicos del Reino Unido. Un hombre contrario a la idea del gobierno fuerte debería tenerla, tanto en el plano particular como en el general, de manera que los usuarios normales de esos servicios puedan hacerse una idea de lo que realmente significa esa «nueva política».
Sean cuando sean finalmente las elecciones, lo mejor que puede esperar Cameron es batirse con gallardía, infligir alguna humillación al contrario y dedicarse después a consolidar una base más sólida desde la que volver a pelear en el plazo de los cuatro años siguientes, como hizo Thatcher en la oposición.
David Cameron tiene el aura de un hombre que llegará algún día a ser primer ministro. Tras algún que otro traspié inevitable, ha seguido una trayectoria sensata desde que se hizo con el puesto de jefe de su partido. Es posible que se le niegue la gloria inmediata, pero lo que ha hecho hasta ahora, no le va a causar ningún daño a largo plazo.
Simon Jenkins, periodista, columnista habitual del diario The Guardian y experto en Historia militar.