Con motivo del cierre de La Bardemcilla, oigo en estos días a alguien que se lamenta en una emisora de radio «por la pérdida de otra referencia intelectual». El lacrimógeno comentario insiste en un tópico que ya desenterró la última gala de los Goya y que hoy ha quedado más desmentido que nunca por la realidad: el de que los intelectuales son necesariamente de izquierdas. La verdad es que quien ha seguido un poco la vida cultural contemporánea –o sea quien ha leído algo– sabe que más bien se podría defender lo contrario desde hace décadas. Quizá el problema viene de ahí precisamente; de que buena parte de lo que ahora se llama «la izquierda española» es muy poco intelectual y no ha pasado de Miguel Hernández. Para empezar, ya es irrisoria la propia homologación de «intelectual» con «actor de cine». En principio, un actor es aquél que repite la palabras que escriben los intelectuales cuando éstos se dedican a hacer guiones, o cuando los guiones se extraen de las obras escritas por éstos; es decir, cuando el papel que representan tiene «un cariz intelectual», cosa que no siempre sucede. Ben Affleck y antes Clint Eastwood o George Clooney son actores que se han convertido en guionistas, en directores y hasta en productores de cine, pero a nadie se le ocurre llamarles «intelectuales» ni tampoco ellos lo pretenden. Precisamente porque los actores no suelen ser muy intelectuales, resultan llamativos y celebrados –por excepcionales– los que sí lo han sido, como es el caso de un Antonin Artaud o un Fernando Fernán Gómez.
Si entendemos por intelectual al hombre que, además de culto, se sirve de sus conocimientos y de su experiencia para hacer un diagnóstico de la realidad o pronunciarse sobre hechos de cultura, sociedad y civilización, ni siquiera entrarían en dicha categoría muchos escritores que tienen un sentido puramente técnico, artesanal –anti-intelectual podría añadirse– de la novela, del relato, del poema y, en definitiva, del mismo hecho literario. Por decirlo de otro modo, un intelectual no es ni siquiera lo que se entiende por un hombre de letras sino también, y sobre todo, «un hombre de ideas».
Basta con recurrir a un teórico izquierdista de referencia como Norberto Bobbio para deshacer esas dos falacias: la de que los actores, por el hecho de serlo, son identificables con los intelectuales y la de que la derecha, por el hecho de serlo también, carece de estos últimos. Bobbio, que tenía una visión desprejuiciada, modesta, casi funcional del intelectual, no sólo entendía a éste como un elaborador y un transmisor de las ideas de una sociedad y una época, sino que dicha visión le imponía la clasificación ideológica y la tarea básica de distinguir a los intelectuales progresistas de los conservadores, asumiendo la obvia existencia de estos últimos y la necesidad de reconocerlos, aunque sólo fuera para combatirlos y constatar que las ideas nunca son inocentes.
Es una paradoja, pero ha sido justamente el enfermizo y paranoico celo de la izquierda en la tarea de reconocimiento y denuncia del «intelectual reaccionario», el que convirtió al Partido Comunista en la gran fábrica histórica de intelectuales de derechas. Al que no lo era lo convertían en tal por la fuerza, a base de estigmatizarlo y excomulgarlo de su iglesia. Eran tiempos en los que el comunismo se sentía tan sobrado que creía que podía crear enemigos inexistentes. La izquierda tradicional no sólo ha admitido que existían intelectuales derechistas sino que los ha inventado y los veía por todas partes. ¿De qué izquierda es quien dice que no existen los intelectuales de derechas y que ignora, por tanto, expresiones tan genuina y entrañablemente marxistas como «revisionista», «burgués decadente» o «contrarrevolucionario»? Incluso en los «tiempos modernos», en los que Sartre encarnaba el mito del intelectual de izquierdas, su éxito interpretativo se basaba en la delación del derechismo en sus coetáneos, como Camus. Y lo que ha sucedido en el mundo después de Sartre pone más en cuestión esa precaria ficción del intelectual como ejemplar necesaria e imprescindiblemente izquierdista que algunos pretenden ahora reeditar.
Uno creía que ese rancio lugar común había quedado ya finiquitado en la década de los setenta con la aparición de los nuevos filósofos franceses, que cuestionaron todos los dogmas del mayo del 68, o con otros fenómenos como la propia entrada en crisis del modelo sartreano, y antes orteguiano, del intelectual como gran oráculo social. Pero hay quienes son inmunes a la evidencias. Y es que en España, si ha habido un fenómeno cultural evidente en los últimos años, aunque se haya producido con retraso y con la ausencia de etiquetas comerciales, ha sido la masiva deserción de la izquierda por parte de los intelectuales. Otra cosa es que la derecha oficial en el poder no haya sabido capitalizarla y beneficiarse de ese hecho. Parecía lógico que un Gobierno como el actual, situado en posiciones ideológicas de centro, resultara más cómodo a los desertores intelectuales de la izquierda que otras propuestas menos moderadas y más alejadas de la tierra o las raíces filosóficas dejadas atrás. Sin embargo, no ha sido así y hoy vemos a muchos de ellos abrazando, contra su propia naturaleza, posiciones de extrema derecha contrarias a la ideología o «aideología gobernante» que se les presentan más afines y sugerentes no por lo ideológico sino por el estilo, más audaz, más radical, más rompedor, más divertido que un Ejecutivo sumido tanto en los recortes económicos como en el ocultamiento sistemático y táctico del menor atisbo de pasión, en el que, curiosamente, es el ministro de Cultura el que ha puesto una nota discordante. La verdad es que, en aquel circo de las vanidades que fue la gala de los Goya, lo más parecido a un intelectual era el propio Wert. El mismo hecho de que fuera maltratado no hace sino reafirmar tal condición porque, con palabras del recientemente fallecido Eugenio Trías –quien, por cierto, no respondía al tópico de la filiación izquierdista obligatoria– «un intelectual es aquel que arriesga todo su prestigio en una idea en la que cree». Arriesgar todo el prestigio es justamente lo contrario a garantizarse el aplauso, esa recompensa inmediata y superficialota que constituye la gran debilidad del gremio farandulero. Tengo comprobado que, incluso los actores de teatro, o sea los más cultos y desfavorecidos así como los más necesitados y menos beneficiados de la protección estatal, se mosquean si no les aplaudes y no perdonan tu silencio aunque éste sea la forma más honda del arrobamiento y la admiración.
No. No es ya que el oficio de Bardem tenga que ver poco con los intelectuales, sino que un intelectual es la antítesis del hombre que recibe aplausos y no digamos ya del que recibe clientes con apetito físico y nada espiritual. Es el que no trabaja sobre las tablas de un escenario sino en la soledad de un escritorio asaltado por las dudas, los vértigos y los miedos a las críticas que recibirá su incómoda tarea de decir la verdad. Ni Kant ni Kierkegaard oyeron aplausos a sus espaldas las noches en que idearon la «Crítica de la razón pura» o el «Temor y temblor». Más aún, el último de ellos llegó a confesar que los aplausos le producían unas irreprimibles ganas de suicidarse. Tampoco los oyó el propio Goya, por cierto, cuando trataba de responder con su pincel a la barbarie de su tiempo, entre otras cosas porque estaba sordo además de solo.
Iñaki Ezquerra, escritor.