Hace unas semanas el Tour de Francia proyectó el nombre de su equipo más poderoso, Astaná, por el mundo entero. Muchos se enteraron gracias al Tour, los últimos años, de que así se llama la nueva capital de Kazajistán, erigida, en las estepas de Asia Central, gracias a la enorme riqueza energética y mineral del país.
Al otro lado de la frontera, la región autónoma china de Xinjiang ha ocupado también este mes de julio amplios espacios en los medios de comunicación a causa de la violencia étnica que estalló en su capital, Urumqi. Es obvio que hay mar de fondo, pero la violencia la iniciaron los uigures, provocando la venganza de los han. La violencia étnica, protagonizada por minorías que se sienten discriminadas, no es algo nuevo: hay ejemplos recientes en India (en el 2002, en Guyarat, extremistas hindúes mataron a unos 2.000 islámicos) o París y otras ciudades de Francia (un solo muerto y graves daños materiales), y no tan lejanos en Los Ángeles (cincuenta muertos en 1992). Son cuestiones de extrema complejidad. En el caso de Xinjiang uno de sus ingredientes es el nacionalismo, que se ha visto estimulado en los últimos años por procesos históricos globales. La desintegración de la URSS dio origen a cinco nuevos estados en su vecindad inmediata, todos ellos islámicos, con lenguas túrquicas y con antepasados comunes: los turcos de Altai y Mongolia que en el siglo VI iniciaron una expansión hacia occidente que acabó llevándolos a la conquista de Constantinopla, en 1453. De ahí la airada reacción de Turquía ante los sucesos de Urumqi. Es inevitable que algunos piensen que si Xinjiang recuperara la independencia que tuvo entre 1933 y 1949, como República de Turkestán Oriental, nadaría en la misma riqueza, dados sus recursos naturales, que Kazajistán. Por otra parte, Xinjiang no escapa a la amenaza del integrismo islamista, como prueba la presencia de uigures en Guantánamo.
Sin embargo, existen diferencias fundamentales entre Xinjiang y los nuevos estados de Asia Central. Estos no arrancaron su independencia luchando contra Moscú, como lo intentó Chechenia, sino por implosión, o desistimiento, de la Unión Soviética. Los presidentes de las tres repúblicas federales soviéticas eslavas, Rusia, Ucrania y Bielorrusia, proclamaron el fin de la URSS en Bieloviezhsk, en noviembre de 1991. A Nazarbaiev, el más relevante de los nomenklaturistas soviéticos en Asia Central, entonces como hoy mandamás de Kazajistán, no le invitaron porque estaban seguros de que se opondría al desmantelamiento de la URSS. Kazajistán fue la última república soviética en proclamar su independencia.
Gorbachov me ha contado personalmente en más de una ocasión que Yeltsin destruyó la Unión Soviética para quitarle a él de en medio: extinta la URSS, desaparecería su presidente. En sus memorias, Gorbachov confirma: "Yeltsin y su entorno sacrificaron la Unión para lograr su ardiente deseo de reinar en el Kremlin". Los dirigentes occidentales en bloque se habían manifestado contra la disolución de la URSS: González, Mitterrand, Kohl, Thatcher; el primer Bush, en su famoso discursos conocido como chicken Kiev,ante el Parlamento de la Ucrania soviética, exhortó a los ucranianos a mantenerse dentro de la Unión. Yeltsin creyó, ingenuamente, que la CEI sería lo mismo que la URSS, sólo que con otro nombre. Gorbachov añade en sus memorias que se negó a utilizar la fuerza para evitar un baño de sangre. La gran mayoría en Rusia se oponía a la liquidación del estado forjado en los últimos tres siglos, pensando que si Lincoln hubiese procedido como Gorbachov los Estados Unidos hubieran dejado de existir. Y aún hoy les cuesta a los rusos aceptar las nuevas realidades, como prueba la expresión "extranjero próximo", trasunto de soberanía limitada.
En China es absolutamente impensable un desistimiento semejante al soviético en Xinjiang o Tíbet. Suponiendo que lo uigures tuvieran la voluntad mayoritaria de separarse de China, carecerían en absoluto de fuerza para hacerlo y nadie desde fuera les iba ayudar a conseguirlo, empezando por las nuevas repúblicas centroasiáticas, que tienen relaciones económicas y políticas muy estrechas con China (Organización de Cooperación de Shanghai) y temen el contagio integrista islámico en sus propias poblaciones. Así, las posibilidades de Xinjiang de conseguir la independencia, como las de Tíbet, son nulas.
Dicho esto, es obvio que Pekín tiene problemas en ambas regiones. Más allá de las medidas policiales y penales, le conviene a China encontrar un modus vivendi con sus minorías, en aras de la sociedad armoniosa que quiere construir sobre su espectacular desarrollo económico.
Eugenio Bregolat, ex embajador de España en China y Rusia.