No hay pueblo que no haya jalonado el camino hacia su libertad con crímenes y tragedias perpetrados por liberticidas de cualquier ralea. Porque la libertad nunca fue otorgada por los tiranos, siempre tuvo que ser conquistada por los pueblos. Y España no es una excepción. Tal vez lo sea por el excesivo cúmulo de atrocidades que han padecido quienes la anhelaron en bastantes momentos de nuestra historia. También la Transición del franquismo a la democracia dejó un reguero de muertes en más episodios de represión y violencia de los que se mencionan en algunos relatos edulcorados de aquel proceso.
Pero el asesinato de los abogados laboralistas de CC OO en el despacho de Atocha, 55, el 24 de enero de 1977, es inolvidable e ineludible aun en las retrospectivas más asépticas. Por su significación y por la inteligencia y el coraje con que respondieron quienes más los sufrieron, se culminó el trayecto hacia la democracia sin nuevas dilaciones ni maniobras como la que poco antes había sugerido Manuel Fraga Iribarne para que, emulando el tránsito de Grecia desde la dictadura de los coroneles hasta la democracia limitada, se procediese a la legalización de los partidos y a unas elecciones generales excluyendo al PCE en una primera fase, para completarla posteriormente tras el periodo constituyente.
No obstante, los inductores del atentado, pertenecientes al núcleo del fascismo español, dirigieron a sus pistoleros contra aquel movimiento sindical porque representaba la enmienda a la totalidad de sus 40 años de dictadura. Abominaban de todos los partidos políticos y de los comunistas con especial inquina, ya que para ellos encarnaban el mal absoluto, pero en lugar de atentar contra alguna de sus sedes ya localizadas entonces fueron a descargar toda su ira a uno de los despachos donde mejor se evidenciaba que la lucha de los trabajadores dirigida por CC OO aunaba como indisociables sus aspiraciones materiales en el trabajo con la reclamación de libertad, justicia y democracia. No fue consecuencia de un arrebato espontáneo de una cuadrilla de exaltados; de esos brotes ya habíamos tenido varios ejemplos antes, sin ir más lejos el día anterior. El domingo 23 de enero, un ultraderechista mató a Arturo Ruiz en una manifestación (y por la tarde del mismo día murió María Luz Nájera por el impacto de un bote de humo lanzado por la policía). Matar a los abogados de Comisiones Obreras —no todos eran militantes del PCE, pero el vínculo de todos ellos eran las CC OO— fue una acción premeditada e ideada por quienes habían erradicado la libertad a sangre, fuego y catecismo y se afanaron durante cuatro decenios en identificar su dictadura con paz, progreso y orden, la machacona falacia con la que pretendieron suplir la legitimidad usurpada al pueblo español por la fuerza.
Por cierto, desvelaré aquí lo que afortunadamente no supieron los asesinos. Aquel mismo día habíamos estado reunidos el secretariado confederal de CC OO desde primera hora de la mañana en el 92 de la misma calle de Atocha, casi enfrente del despacho laboralista, analizando el panorama huelguístico que por aquellos días se extendía por toda España, incluido el transporte de Madrid, en el que destacaba nuestro compañero Joaquín Navarro, por quien preguntaron los terroristas antes del primer disparo.
Pero si buscaban provocar una reacción desesperada en la que justificar una expeditiva intervención de los salvapatrias, se encontraron con la contraria. El clamoroso silencio durante el entierro para no dejar escapar un solo grito de rabia, concitar el apoyo de instituciones del momento como el Colegio de Abogados y de la totalidad de las fuerzas antifranquistas a derecha e izquierda y proseguir con más tesón desde el siguiente día reivindicando en huelgas y manifestaciones pacíficas trabajo, justicia y libertad fue el más potente vector de fuerza que terminó por derrotar a la dictadura año y pico después de muerto Franco y alumbrar la democracia seis meses después.
Si tuviéramos que escoger un momento en el que quedó diáfanamente cristalizado el llamado espíritu de la Transición del que sentirnos orgullosos, donde desterramos revanchismos aún con la herida tan fresca y decidimos caminar juntos cada cual con sus ideas, aquella sería la fecha.
Antonio Gutiérrez Vegara fue secretario general de Comisiones Obreras entre 1987 y 2000.