De Atocha al Bataclan

Que coincidan las informaciones sobre el abandono del monumento a las víctimas del atentado de Atocha y el ataque terrorista de París lleva a pensar que un país atacado por el terrorismo no puede confiarse únicamente a las reacciones emocionales que por naturaleza son de duración limitada. Más allá de los gestos simbólicos tan legítimos, lo que cuenta es nombrar al enemigo y mirarle cara a cara. Atocha fue un fin de línea pavoroso, una masacre urdida por el fanatismo islamista a inicios del siglo XXI, para refundar el califato que nunca existirá. Una sociedad no puede dejar de nombrar sus episodios trágicos. Los rostros de las víctimas, sus voces, nos miran y nos hablan desde más allá del río de la muerte.

No son frecuentes los casos de Gobiernos que, pocos días antes de unas elecciones generales, tengan que reaccionar ante un macroatentado como el 11-M. En las primeras horas, nadie dudaba de que fuese un atentado de ETA, ni existía otra hipótesis en la comunidad mundial de inteligencia. Sea como sea, una sociedad se protege preferentemente de los riesgos acuciantes y hay que decir que España en aquellos días estaba acosando a ETA de forma sin precedentes. Todavía no hemos sabido concretar qué códigos de conducta política fallaron, ni qué gestos institucionales pudieron haberse hecho el 12-M para que a la tragedia de las muertes y heridos no se sumase la psicosis de una sociedad dividida, incluso enfrentada. Algunos hablaron de golpe de Estado del PP. Hubo una estrategia político-mediática de acoso al Gobierno en vísperas de las urnas, un Gobierno inicialmente empeñado en atribuir el atentado a ETA. Luego, el PP tardó demasiado en constatar su derrota electoral y su oposición al Gobierno de Zapatero fue errática. Algún sector del PP se sumó a las refriegas menos diáfanas, pero las célebres mochilas no aparecieron. Con distintos grados de responsabilidad, faltó sentido equitativo del interés nacional.

Un hilván sangriento une Atocha con el Bataclan. Y por parte de Europa, inquieta la dilación en nombrar al enemigo y lograr unidad estratégica. Lo cierto es que el Estado Islámico se sustenta en hechos tan arcaicos como el enfrentamiento entre chiíes y suníes en disputa de siglos por el legado de Mahoma, al igual que, posteriormente, con la caída del Imperio Otomano, Oriente Próximo fue repartido con nuevas fronteras cuyo trazado arbitrario es comparable a la partición entre la India y Pakistán. Ahora mismo, el régimen abominable de Assad pivota en toda la trama de diplomacia y realpolitik en la que las conversaciones de Viena son lentísimas y Putin juega fuerte mientras Obama duda y se retrae.

Por parte de la Unión Europea, urge reconocer explícitamente los rostros del enemigo y atajar sus instrumentos de expansión en los guetos musulmanes. Quizás las sociedades europeas sean las menos dispuestas a nombrar ese enemigo. Todo apaciguamiento solo hace que inyectar combustible en la maquinaria del terror. Pero, al final, no queda otra alternativa que la defensa legítima. De eso se trata y, en este caso, el Estado Islámico es un enemigo tan fanático como capaz de métodos tecnológicos muy avanzados. Mientras, las opciones del Occidente agredido son inciertas: activar la Alianza Atlántica, perder o ganar a Putin como aliado, postergar el derrocamiento de la dictadura siria, incrementar los bombardeos, lanzar ciberataques, una coalición como la urdida por Bush padre cuando Irak invadió Kuwait. A dos pasos de la balcanización inminente de Oriente Próximo, la fragilidad de Europa escenifica una gran ansiedad. También hay que decir que concertar políticas en común provoca dilaciones enervantes pero no sin resultados operativos.

Al mismo tiempo, la estrategia defensiva replantea el dilema —a menudo ficticio— entre libertad y seguridad. Una opinión pública europea paulatinamente anestesiada es lo que más conviene al Estado Islámico: no es otra la finalidad del terror. La primera reacción del Estado francés ha sido policialmente efectiva y simbólicamente encarnada en la partitura de La Marsellesa. A la vez, ¿qué nos dice el abandono del cenotafio de Atocha? O ahora mismo, ¿cómo es posible que un puñado de jóvenes españoles, de uno u otro origen, vayan y vengan de las filas del Estado Islámico? No está suficientemente verificado que la falta de mano de obra en Europa pueda solventarse con comunidades musulmanas que en realidad sobrecargan el Estado de bienestar. Por lo demás, en Atocha los pasajeros iban a sus trabajos y en el Bataclan parisiense era la hora de divertirse. De uno u otro modo, llamémosle libertad.

Valentí Puig es escritor.

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