De Attlee... a Sánchez

Tal vez fue el mejor. Pero nadie lo sabía. «El pigmeo», así apodaba el carismático Lloyd George, que fue un impetuoso primer ministro liberal, al minúsculo líder laborista Clement Attlee (1883-1967). El honesto Orwell, casi siempre tan certero en sus juicios, tampoco era más generoso: «Attlee es como un pez muerto».

Vulgar, burgués y convencional hasta el sopor, orador ramplón. Un hombrecillo bajito, de ojillos achinados, calvo y con un bigotito sin gracia, carente de imaginación y enjundia intelectual. O eso se decía. Cuando Attlee llegó a primer ministro en 1945, derrotando por sorpresa al gran héroe, su amigo Winston Churchill, circuló un chiste muy inglés. Era una parábola irónica de su insignificancia: «Un taxi completamente vacío llega a la puerta del 10 de Downing Street. Y se baja Attlee». Violet, su querida mujer y madre de sus cuatro hijos, una pésima conductora, que se pegó seis leñazos en solo cinco años, lo llevaba a hacer campaña por todo el país en el coche familiar. Pero votaba a los tories.

Churchill es un mito. Pero curiosamente, Attlee suele superarlo cada vez que universidades y periódicos ingleses se entretienen con el escalafón de los mejores primeros ministros del siglo XX. En buena medida, los británicos siguen viviendo en el país que dibujó «el pigmeo», creador de su Estado del bienestar (y también instigador de su atlantismo y de su temprano rechazo a otro totalitarismo criminal del siglo XX, el estalinismo). Cuando el laborismo sufrió la tentación de coquetear con el comunismo, Attlee plantó cara y les explicó que se equivocaban: la línea divisoria no debía trazarse entre capitalismo y comunismo, sino entre democracia y dictadura.

Churchill ganó la guerra. Pero Clement Attlee y Margaret Thatcher modelaron la nueva nación tras el trauma del fin del imperio (shock que los ingleses no han acabado de digerir, véase la pataleta sentimental del Brexit). Thatcher, que era admiradora de Attlee, hizo su revolución desmontando la parte oxidada del legado del premier laborista: el excesivo intervencionismo estatal, que pasadas las urgencias de la posguerra desincentivaba la competencia y trababa la economía.

Pero la obra del «pez muerto» es apabullante. Fue el primer laborista que completó un mandato y en solo seis años le dio la vuelta al país. Attlee, apodado también «la archimediocridad», creó el Sistema Nacional de Salud (el NHS), la baja por maternidad, las pensiones de viudedad y hasta los primeros parques nacionales. Amplió la escolarización obligatoria y nacionalizó las industrias del carbón, el ferrocarril, el gas y la electricidad, a fin de vadear las penurias de un país exhausto tras su gesta bélica (un estatismo más tarde obsoleto).

Tras el pinchazo electoral de Churchill contra el pequeño Clement, los tories acudían a conspirar a Chartwell, su mansión familiar de Kent. Un joven diputado trepa, ávido de marcar tantos, comenzó a ridiculizar al premier laborista. Sir Winston lo cortó en seco: «Mr. Attlee es un gran patriota. No se atreva a llamarlo “el viejo tonto” en mi presencia, o no volverá a Chartwell».

Durante la guerra, Attlee sirvió como viceprimer ministro de Churchill en el Gobierno de coalición. El gran hombre trazaba la estrategia y confortaba al país con su don oratorio. El hombre pequeño se ocupaba de las calderas, del orden de la máquina, de mantener el pulso doméstico de la nación. La hermosa historia de su amistad se prolongó cuarenta años, a pesar de jugarse dos elecciones a cara de perro (en 1951 el capricho del pueblo inglés viró: el viejo Churchill ganó, no en voto popular, pero sí en escaños, y recuperó el poder para un mandato crepuscular).

A priori, tampoco había razones para tanta amistad. Attlee, que se alistó voluntario a los 31 años, pasó por Galípoli, donde Churchill cometió como primer lord del Almirantazgo el gran –y letal– fiasco de su biografía. Pero Clement lo defendía. Sostenía que había sido un buen plan mal ejecutado.

Tras superar una disentería que contrajo en el frente de Turquía, el mayor Attlee resultó herido en una pierna en Mesopotamia. El socialista que mudó la faz del Reino Unido fue también un soldado y siempre, un patriota. Frente a la izquierda populista y vacua que hoy nos desasosiega, Attlee recalcaba que los ciudadanos son sujetos de derechos, pero también de deberes. Apoyó la creación de la OTAN, para hacer frente al totalitarismo comunista. Por idéntico motivo, encargó lo que sería el futuro programa de disuasión nuclear de su país (que hoy Corbyn exige desmontar).

Pese a sus infinitas diferencias, rascando un poco, Winston y Clement era almas gemelas: dos moralistas victorianos, también dos criaturas peculiares, casi dickensianas.

¿Cuál fue la mejor arma de Attlee? El sentido común, que lo llevaba a recular de inmediato si una de sus ideas derrapaba. También su laboriosidad. Pero como es lógico, la persona presenta más pliegues que el personaje. El hombre sin atributos era en realidad un lector compulsivo. Viviendo en el Número 10, se devoró completa la «Decadencia y caída del Imperio Romano», del clarividente historiador dieciochesco Gibbon. Incluso esbozó una novela satírica, que plantó por malucha.

Fue el primer mandatario laborista graduado en Oxford, donde estudió Derecho. Antes había pasado por un buen colegio de pago, el Haileybury. Hijo de un próspero abogado de la City, el socialismo no figuraba en su código de cuna. Su primer empleo fue como director de un club para adolescentes en los misérrimos muelles del este de Londres, una filial filantrópica de su colegio de infancia. Allí lo conmovió la realidad de la desnutrición, las enfermedades, la falta de higiene. La ignorancia y la carencia de una esperanza. Por eso se hizo socialista. No fue una decantación doctrinaria (él y su hermano intercambiaban chanzas en las reuniones fabianas, ridiculizando sus bucólicos discursos). Fue la epifanía de un trabajador social sensible, ávido de ofrecer soluciones prácticas para mejorar la vida de la gente. La gente de verdad. No la de las tertulias televisivas.

Attlee nunca dejó de ser un burgués bienintencionado, con una misión clara: proporcionar ayuda práctica a los trabajadores y a los pobres, ofrecer al país la visión de un mañana mejor y salvaguardar la seguridad nacional.

Cuando derrotó a Churchill, nadie se lo creía. Acudió a Buckingham para ser ratificado por Jorge VI, el monarca tartamudo, y la reunión fue un poema. Un silencio estruendoso campaba entre dos hombres recogidos. Por fin Attlee rompió a mascullar algo: «He ganado las elecciones». El Rey contestó lacónico: «Lo sé. He escuchado las noticias de las seis».

Este artículo se titula «De Attlee… a Sánchez». Iba a extenderme en explicarlo. Pero sería absurdo subestimar la inteligencia del lector e incurrir en el vicio de lo superfluo.

Luis Ventoso, periodista.

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