De banderas y lenguas

Los signos y símbolos de identidad de un país son muchos y, en ocasiones, estrafalarios. Los habituales son la bandera, el himno nacional, la moneda (en otro tiempo más que ahora) y quizá alguna singularidad, como les sucede a los australianos con su canguro. Pero también ha llegado a suceder que un deportista, un músico o un actor se han convertido en enseña de su país. Por eso, en cuestión de distintivos nacionales puede discutirse hasta la saciedad, a menos que nos atengamos a los principios pactados en las convenciones internacionales y respetemos los fundamentos del Derecho Público, que además no son inmutables.

También la lengua puede ser una seña de identidad de un país. O las lenguas, en el caso de disponer de varias. En realidad, todos los países del mundo disponen de diferentes modos de hablar, peculiaridades idiomáticas, sistemas de acentuación y vocablos procedentes de localismos. Hasta Extremadura tiene el suyo, el castúo, que Gabriel y Galán utilizó para contar las costumbres, pesares y maneras de sentir de la gente humilde («Estamos perdíos / no hay que dali güeltas, / que ya estoy mu jarto / de jechal la cuenta, / y cá ves que güelvo / se me poni dolol de cabeza»). Pero, en mi opinión, esas formas verbales, voces y vocablos han de ser algo más que un modo de hablar para ser consideradas un idioma, porque necesitan de una gramática y de una ortografía única.

España dispone, oficialmente, de cinco lenguas. Otras, como, por poner sólo dos ejemplos, el castuó y el bable no tienen la condición de oficialidad. También en el mundo hay miles de lenguas y decenas de ellas desaparecen cada año, un hecho que preocupa a la Unesco, con razón, porque cada muerte es una mutilación, ya sea de una lengua, de una especie animal, de una construcción milenaria o de un paraje natural.

En estos días se están produciendo adhesiones y críticas a un Manifiesto de apoyo a la lengua castellana que, desde el punto de vista de su redacción, tiene muy poco de criticable. Tal vez sea cierto que no es el momento más oportuno para ese debate, considerando la existencia de otros problemas en la sociedad española, pero incluso esa crítica carece de pilar donde sostenerse porque la oportunidad de una acción, en democracia, la deciden los ciudadanos, y el Manifiesto es un acto ciudadano al margen de cualquier otra consideración política.

Las respuestas al documento, que hablan de aconstitucionalidad pero no de anticonstitucionalidad, provienen casi exclusivamente de Cataluña en defensa del catalán, que es, por otra parte, la lengua que menos preocupa a lo que entiendo que es la intención del Manifiesto. Que la Generalitat ponga una multa a un comerciante por no rotular en catalán su escaparate es una anécdota que, con el tiempo, se curará sola por pura estupidez. Que los niños catalanes no aprendan castellano en su escuela queda subsanado porque, a la postre, ven la televisión y el cine en español, juegan en este idioma en los videojuegos y trabajan en internet. Y aunque luego cometan enormes faltas de ortografía a la hora de escribir, tampoco es que los niños de Toledo o de Burgos sean un ejemplo en gramática, ortografía y sintaxis castellana.

El verdadero problema, a mi juicio, pueden tenerlo los niños vascos, con las imposiciones de sus instituciones, cuando quieran salir al exterior sin conocer bien otros idiomas y vean sus posibilidades reducidas a casi nada en un mundo que cada vez se verá más restringido al conocimiento del inglés, el chino y el español.

Mi padre se crió en Bilbao. Y lamento profundamente no ser bilingüe. Es más: ojalá en los tiempos de mi formación hubiese tenido la suerte de aprender dos idiomas en casa y otros dos en la escuela. Hoy mi hija habla cuatro idiomas, porque sus padres conocíamos el enriquecimiento cultural que las lenguas suponen para la formación integral de la persona. No seré yo quien, por esa parte, busque la persecución ni aniquilación de idioma alguno; todo lo contrario. Pero cosa bien distinta es que un ciudadano español no pueda ejercer su profesión en Rentería o en Granollers si no añade a su formación el aprendizaje de una lengua específica del lugar de España donde ha encontrado un trabajo. Si un día el País Vasco o Cataluña fueran Estados independientes, no habría razones de queja, como ningún español puede protestar por tener que hablar francés para ejercer su oficio público en París. Entre tanto, la exigencia, por muy estatutaria que sea, me parece discriminatoria e injusta.

El mundo se universaliza y el imperialismo del inglés daña los idiomas nacionales de un modo tan arrollador que no admite resistencia. Muchas voces anglosajonas (barbarismos) se incorporan en todas las nuevas ediciones al Diccionario de la RAE, y han de admitirse. Pero el castellano también goza de una espléndida salud en el mundo, extendiéndose cada vez más, de modo que uno puede entenderse en ciudades como Nueva York en español. Esa expansión también enriquece el castellano con voces locales que provienen de Latinoamérica. No hay, por tanto, que sufrir por nuestra lengua. Lo único que cabe advertir, en mi opinión, es que sea precisamente dentro de nuestras fronteras nacionales donde más se minusvalore desde los puntos de vista educativo y social un patrimonio de todos, como también lo son, sin duda, el catalán, el vasco o el gallego (incluso los dialectos y formas propias locales de acentuación).

A nadie debería molestarle que todos los españoles crecieran en el bilingüismo o con tres o cuatro idiomas aprendidos desde la infancia. Cuantos más, mejor. Como tampoco debería sentirse nadie ofendido por escuchar que, el día de mañana, para viajar por el mundo, manejarse en internet, establecer relaciones internacionales y comerciar con el exterior será imprescindible saber uno de los tres idiomas con los que se encontrará siempre el interlocutor. Y ninguno de ellos será el catalán.

Una cosa más: no creo que el uso del término español para definir nuestra lengua deba herir la sensibilidad de nadie. Creo que hay muchas razones para empezar a llamar a nuestro idioma español en lugar de castellano, aunque la RAE los considere sinónimos. Esta segunda denominación sólo tiene sentido como elemento diferenciador con otras lenguas del Estado, pero parece ignorarse que el español es la lengua de España y Latinoamérica, y no sólo de Castilla. Piénsese que la primera gramática del castellano se debe a Antonio de Nebrija (un sevillano) y que se trata de una lengua romance con influencias vascas, germánicas y árabes (y en su desarrollo también de distintas lenguas indígenas americanas), aunque su origen se encuentre en las confluencias de Cantabria, Alava, Burgos y La Rioja.

En definitiva, que decir español no es terminología fascista, como no lo es respetar la bandera constitucional ni ser del Real Madrid. Opino que ha llegado el momento de romper con clichés que tuvieron una honda fuerza simbólica cuando iniciamos la Transición, pero que en el siglo XXI huelen a nostalgia de una ruptura democrática que entre todos decidimos no llevar a cabo hace 30 años.

Entre las críticas recibidas por este Manifiesto o declaración ciudadana hay una especialmente molesta, desde mi punto de vista. Y ni siquiera fue una crítica: fue el comentario expresado por el presidente del Gobierno cuando dejó caer en un acto público, con un desdén cercano al desprecio, que esperaba que no se hiciera con el castellano lo que se había hecho con la bandera española. Cuando le oí decirlo me produjo la sensación de que lo que en realidad quería decir es que hubo un momento en que el Gobierno permitió (por omisión) la instrumentalización de un símbolo nacional, la bandera, y que ahora no quería más de lo mismo aunque sabía que su Gobierno estaba repitiendo el error.

Es obvio que la adhesión al Manifiesto por la Lengua Común no incluye autorización alguna para que se use el idioma castellano desde el partidismo; ni como arma arrojadiza contra el legítimo Gobierno español que yo apoyo, como vengo haciéndolo con el socialismo español desde hace más del 30 años. Por eso la respuesta de los míos me parece tan exagerada como desafortunada. Y, además, nadie ha podido probar, hasta ahora, que esa iniciativa ciudadana sea injusta o malintencionada porque, sinceramente, creo que no lo es. Coincido con Fernando Savater al decir que «el Manifiesto no pide inmersión en castellano de los que tienen otras lenguas maternas, sino que no se imponga otra lengua a los que prefieren el castellano».

No me parece una declaración a desoír.

Antonio Gómez Rufo, escritor. Su última novela publicada es La Noche del Tamarindo.