De banderas y otras cosas

El tópico acuñado certifica que los españoles profesamos un culto muy limitado a nuestra bandera. Eso lo nota cualquiera que sale al extranjero y descubre cómo, en otros países cercanos al nuestro, no podemos dar un paso sin contemplar sus banderas ondeando en todos los edificios oficiales y en muchos que no lo son. En Francia, en Inglaterra, en Alemania o en Italia, por supuesto, por no hablar de los países escandinavos, donde casi es raro encontrar una casa particular sin su mástil y su bandera.

El golpe de Estado, felizmente frustrado, de los dirigentes de la Generalidad de Cataluña ha tenido el efecto de provocar una respuesta de muchos ciudadanos españoles a los que, al tomar conciencia de la gravedad de la situación, no se les ha ocurrido otra cosa que colgar la bandera de España de sus ventanas o balcones. Unas banderas que, según han contado las crónicas, alegraron enormemente a Antonio Tajani, presidente del Parlamento Europeo, y a Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, cuando las vieron al llegar a Oviedo a recibir el Princesa de Asturias.

Esa manifestación espontánea de tantos ciudadanos es la demostración de que para ellos la bandera es mucho más que un trozo de tela con los colores de la Corona de Aragón que representa a España desde hace más de dos siglos. Es el símbolo de una Historia común que aceptamos con sus sombras y con sus muchas más luces, de un Estado de Derecho que nos protege a todos, y de una voluntad de compartir un futuro de libertad, paz y prosperidad. Que esos ciudadanos la pongan en sus casas es, como dijeron los dignatarios europeos, un motivo de alegría para muchos y, desde luego, para mí.

Ese resurgir del culto a nuestra bandera debería ir acompañado por una acción decidida y clara de las administraciones públicas para cumplir con el deber de que en todos los edificios e instalaciones públicas ondee la bandera de España. Pero no sólo en los edificios públicos, sino también en todos los edificios de entidades privadas o fundaciones que, de una u otra forma, reciben alguna subvención pública. Los españoles, que somos los que pagamos todas esas subvenciones, tenemos derecho a que nuestra bandera presida esas instalaciones para dar testimonio de la presencia del Estado, que somos todos. Hasta el punto de que, llegado el caso, el no poner la bandera pudiera ser motivo para retirar la subvención, por pura lógica.

Esta crisis ha demostrado, además, que los ciudadanos no tienen los complejos y los resquemores que demasiadas veces manifiestan los políticos a la hora de mostrar públicamente su amor y respeto por los símbolos de la Patria, como ocurre, por ejemplo, con nuestro himno. Lejos de ser la «cutre pachanga fachosa», como la denominó un político que aspira a gobernar España, nuestro himno tiene la capacidad de unirnos y emocionarnos, y sería importante que se escuchara con más frecuencia en actos oficiales o semioficiales. Por ejemplo, en todos los actos que presidan los Reyes. Antes tenía que ir una banda militar a interpretarlo pero ahora las instalaciones megafónicas permitirían, sin problemas técnicos, que la llegada y la salida de los Reyes de cualquier acto pudieran estar presididas por el himno nacional que, como la bandera, a todos nos une.

Y perdidos los complejos que nos han atenazado demasiadas veces a la hora de usar y exhibir la bandera y el himno, también deberíamos colocar el respeto y el acatamiento de la Constitución en el centro de nuestra vida pública. Es intolerable –e impensable en cualquier otro país occidental como el nuestro– que se permita que los cargos públicos –desde diputados a concejales– a la hora de tomar posesión de sus responsabilidades pongan condiciones a su juramento o promesa de cumplir y hacer cumplir la Constitución.

Por supuesto que es absolutamente legítimo que a un cargo público no le guste la Constitución o algunos de sus artículos, y que en su programa político lleve su propósito de cambiarlos o, incluso, de derogarla por entero. Pero, si concurre a unas elecciones convocadas dentro del marco constitucional, tiene que aceptar ese marco y, sobre todo, si quiere cambiarlo. De manera que no se debería permitir que algunos aprovechen el momento solemne del juramento para expresar algún eslogan en contra de la Constitución. Porque el que no la acata formalmente está manifestando de manera explícita que no piensa respetar los procedimientos que la Constitución prescribe para ser reformada, es decir, que está dispuesto a saltársela a la torera. Y eso no hay país serio que pueda permitirlo.

Esperanza Aguirre, expresidente de la Comunidad de Madrid.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *