De bandidos y soldados

En este país deshilachado, todos chillan ansiar la paz, esto es, "la situación y relación mutua de quienes no están en guerra" (RAE, primera acepción). Pero a casi nadie se le ocurre reconocer que esto último es cabalmente lo que hay: un conflicto armado irregular y de baja intensidad en el País Vasco que habrá costado ya en torno a un millar de muertos y un millón de amordazados.

Una primera explicación del disparate consistente en afirmar que no hay paz, pero que tampoco estamos en guerra se encuentra en la raíz misma de toda propaganda bélica, según la cual los nuestros son soldados, pero los contrarios, bandidos. Otra es la también incongruente tendencia de nuestra izquierda militante a detestar la milicia. Y una tercera es la querencia, precisamente animal, de nuestra derecha a tildar a casi todos sus adversarios, mejores y peores, de bandoleros.

Ernst Jünger, un soldado alemán que escribía con perfección glacial y que ocupó Francia, vio bien esta paradoja cuando anotó, más o menos, que el empeño de quienes persiguen ultrajar a los soldados llamándoles bandidos resulta al fin frustrado, pues al tiempo que rebaja a los primeros, enaltece a los segundos, confundiendo a todos.

La confusión alcanza al derecho y la Justicia, pues la pretensión de que cabe afrontar un conflicto armado con las leyes y tribunales propios de los tiempos de paz degrada a la justicia y desfigura a quienes la administran: los códigos penales de las comunidades que viven tiempos de paz están diseñados para perseguir a los delincuentes comunes y, sobre todo, para proteger a los ciudadanos injustamente acusados, pero no funcionan bien para acometer al adversario en un conflicto armado, sucio y traicionero, como es el del País Vasco. La idea de que las instituciones de un país pacífico sirven sin más para dirimir conflictos civiles en los cuales una parte de la población tiene a otra por enemiga oscila entre la ingenuidad y la farsa.

Desde luego, nuestras instituciones legales no están preparadas para afrontar conflictos de tal índole, no fueron -digámoslo francamente- diseñadas para ir a la guerra, mucho menos para una guerra civil: la Constitución Española de 1978 hace punto menos que imposible declarar estados de excepción (art. 116); el Código Penal y su valor básico de garantía de la legalidad se da de bofetadas con gran parte de la legislación antiterrorista; y, finalmente, el tribunal encargado de la aplicación de esta última, la Audiencia Nacional, se parece demasiado a los viejos tribunales de excepción prohibidos por la Constitución misma (art. 117.6).

Así, en el caso del preso etarra Iñaki De Juana Chaos, con veinte años de prisión a sus espaldas por haber matado a mucha gente y en huelga de hambre desde poco después de que una sentencia del pasado mes de noviembre le condenara a otros doce por un delito de amenazas, las decisiones judiciales de la Audiencia son muy forzadas. Pero en el fondo, las cosas están claras: como con razón sostiene ETA, De Juana es un prisionero de guerra, y como bien defiende el Estado Español, a un prisionero de guerra de verdad jamás se le libera antes de que finalice el conflicto y, por añadidura y una vez alcanzada la paz, puede resultar acusado de ser un criminal de guerra, algo que probablemente el interesado debería temer mucho más que a la propia Audiencia Nacional: algunos soldados son también bandidos.

En el caso más parecido y ya casi resuelto del conflicto de Irlanda del Norte, los británicos establecieron con toda claridad, en 1971, el internamiento indefinido sin juicio previo de los miembros del Ejército Republicano Irlandés (IRA), aplicaban además leyes penales de excepción y cuando, en 1981, hubieron de afrontar la huelga de hambre de Bobby Sands (1954- 1981), miembro del IRA, y de otros nueve compañeros suyos, simplemente les dejaron morir: "El señor Sands", declaró la Dama de Hierro en el Parlamento por antonomasia, "era un criminal convicto. Decidió quitarse la vida. Fue una elección que su propia organización no permitió adoptar a muchas de sus víctimas". Es cierto que el conflicto norirlandés ha sido cinco o seis veces más sangriento que el vasco, pero también lo es que, desde entonces, las cosas quedaron definitivamente claras. Aún y así hicieron falta muchos años para que, en 1998, se abriera el camino de la paz que hoy, después de muchos quiebros, parezca un logro irreversible.

La claridad facilita a los gobiernos de turno ponerse de acuerdo con su oposición a la hora de definir qué es esencial para acabar una guerra de la manera menos mala posible y qué cosas se dejan a la arena de la discusión política cotidiana. Por eso, jamás he entendido por qué vemos los conflictos de los demás como lo que son y decimos ver los nuestros, en cambio, como simples problemas de bandidaje. Prefiero de antiguo la claridad y aunque me separan muchas cosas de este gobierno, está ahí, y creo que le ha correspondido la responsabilidad de buscar soluciones al conflicto: su deber es definir los límites de actuación del Estado ante un enfrentamiento que no es ni sólo legal, ni sólo político, sino -todavía y además- armado y explicárselo así a la gente.

Pero la política de la oposición, del Partido Popular, es desastrosa: persigue hasta en la calle recuperar el poder antes que defender al Estado y acabar la guerra. No se puede ir por el mundo voceando que todos los demás son bandidos o cómplices suyos. No es verdad.

Pablo Salvador Coderch, catedrático de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra.