Barcelona será la próxima semana la sede de la última reunión preparatoria de la cumbre que, en diciembre en Copenhague, debe buscar un gran acuerdo mundial que tome el relevo del protocolo de Kioto en la lucha contra el cambio climático. Barcelona será así la última estación de una negociación que empezó en Bali y ha continuado en Bonn y Bangkok. Más de 4.000 expertos y representantes de todos los países tratarán de redactar un texto que sirva de base al acuerdo de Copenhague. Pero su tarea se presenta difícil, especialmente desde el punto de vista de la contribución de los países ricos al esfuerzo de adaptación que deben hacer los países pobres a las consecuencias, en parte ya inevitables, del calentamiento atmosférico.
El Banco Mundial estima que los países industrializados deberían aportar, según los posibles escenarios de evolución del clima, entre 75.000 y 100.000 millones de dólares al año hasta el 2050 para financiar ese esfuerzo. Y esos recursos son críticos para que los países en desarrollo puedan afrontar el aumento de las sequías, la caída de la productividad agrícola y la extensión de las enfermedades que van a sufrir.
El cambio climático aparece así como un gigantesco problema de equidad planetaria. Si en la atmósfera cabe una cantidad limitada de gases que provocan su calentamiento, hay que determinar cómo se reparte este bien público global del que hasta ahora unos han usado y abusado más que otros. Las cifras son elocuentes: los países pobres sufrirán mas del 75% del daño causado por el cambio climático, mientras que los países ricos son los causantes de dos tercios de las emisiones acumuladas de CO2 desde el principio de la era industrial.
Y si no se respeta un principio de equidad, no será posible llegar a un acuerdo en Copenhague. Hasta ahora el camino para salir de la pobreza ha pasado por un desarrollo intensivo de la combustión de carbono, y ese camino está definitivamente cerrado si se quiere evitar una catástrofe climática. Pero la reducción del consumo de energía hay que pedirla a los que la derrochan. Si los americanos cambiaran sus 40 millones de 4 x 4 y otros vehículos energívoros por otros que consumieran la media europea se ahorrarían 142 millones de toneladas de CO2 anuales, equivalentes a las emisiones generadas para suministrar un consumo básico de electricidad a los 1.600 millones de seres humanos que todavía no tienen acceso a ella.
El acuerdo de Copenhague no debe ser solo sobre la mitigación del proceso fijando límites a las emisiones de cada país, sino también sobre la financiación de la adaptación de los países más afectados. En cuanto a la mitigación, Europa ha dado el ejemplo con su compromiso de reducir sus emisiones el 20%, y hasta el 30% si hay un acuerdo internacional amplio. Pero en lo que se refiere a la financiación de la adaptación hay que lamentar la confusión entre los estados miembros, hasta ahora incapaces de llegar a un acuerdo.
El problema es que la confrontación entre países desarrollados y países pobres o emergentes se reproduce, a otra escala, dentro de la UE. Los nuevos estados miembros son muy dependientes del carbón y se niegan a contribuir en función de sus elevados niveles de emisión, que es el criterio que la UE defiende en las negociaciones mundiales. El impacto de la crisis no ha venido a facilitar las cosas, y los países del Este, duramente afectados por ella, piden exenciones y moratorias, o que las contribuciones sean «voluntarias», lo que rechazan los antiguos estados miembros, particularmente Alemania y el Reino Unido.
La Comisión sabe que no es posible esperar que China, la India o Brasil lleguen a un acuerdo que no incluya ayudas financieras a los países pobres. Por eso propone aportar 15.000 de esos 100.000 millones que calcula el Banco Mundial, mientras que el Parlamento Europeo acaba de votar la petición de al menos 30.000 millones para que el compromiso europeo esté a la altura del liderazgo que queremos ejercer en materia de cambio climático. Tendrá que ser el Consejo Europeo en su reunión de esta semana el que encuentre un compromiso, pero el tiempo apremia y la posición europea se debilita, mientras otros interrogantes aparecen en el horizonte amenazando el resultado de Copenhague.
El primero es la posibilidad, avanzada por climatólogos como los de la Universidad de Kiel, de que el calentamiento marque una pausa y que las temperaturas disminuyan durante 10 o 20 años. Una perspectiva menos preocupante puede ser una excusa para dejar para más tarde las necesarias, y dolorosas, adaptaciones a un problema de fondo que subsistirá mas allá de las modulaciones coyunturales.
El segundo es la emergencia cada vez con más fuerza de la idea de un impuesto-carbono en las fronteras de la UE que grave las importaciones de productos en función del carbono que se haya generado en su producción. Una forma de evitar la competencia desleal entre países, según unos, o una forma de proteccionismo verde, según otros.Por el bien de todos, deseemos que Barcelona inspire a los que discutirán estas espinosas cuestiones.
Josep Borrell, ex presidente de la Comisión de Desarrollo del Parlamento Europeo.