Esperábamos sus primeras palabras, pero invitó al silencio. Enfocaban las cámaras un primer gesto; pero convocó al rezo pidiendo por Benedicto. Esperaba la multitud la primera bendición, pero él pidió ser bendecido primero por el pueblo. El padre Jorge Bergoglio, sucesor de Pedro, al llamarse Francisco sugiere todo un programa como el de Asís: sencillez, sobriedad, silencio y reforma.
Albino Luciani, el Papa de solo un mes (septiembre, 1978), eligió llamarse Juan Pablo juntando el legado de los dos Papas del Concilio. Su corto servicio pastoral, demostró atinada la elección onomástica. Wojtyla optó por ser Juan Pablo II, pero algún vaticanista irónico dijo que le cuadraba mejor el de Pío XIII, por sus intentos de restaurar vestigios de antiguo régimen. Cuando Ratzinger se anunció como Benedicto XVI, los reportajes se apresuraron a citar el ora et labora benedictino, apropiado para el exquisito liturgista e intelectual. ¿Pensaba él más bien en Benedicto XV, que padeció ocho duros años (1914-1922) sin conseguir apaciguar la guerra en el mundo y los conflictos en la Iglesia? Benedicto XVI igualó en sufrimiento a su homónimo, pero logró con su renuncia sentar un precedente de reforma. Francisco ha iniciado su ministerio recogiendo el testigo de Benedicto y rezando al unísono con él, con la diócesis de Roma y con la Iglesia universal.
Cuando los reporteros se disponían a teclear los titulares del primer mensaje, Francisco se ha inclinado sobre el micrófono para iniciar el silencio orante, como un director de ejercicios espirituales antes de proponer los puntos de meditación. Pero ha sido un silencio significativo y explosivo. Muy significativo: que el pueblo bendiga al Papa antes de recibir su bendición. Y, para que el pueblo bendiga al Papa, que el pueblo ore para ser bendecido por Dios y poder así bendecir al Papa. Muy explosivo: que, en vez del pontificado feudal, se conciban los ministerios en la iglesia como servicio a un pueblo de hermanas y hermanos que, a su vez, se ponen al servicio de la familia universal. Jorge Bergoglio que, desde sus días como formador de sus compañeros jesuitas, inculcó el lema ignaciano: “en todo amar y servir”, ha anticipado en su primer saludo la puesta en práctica de la reforma que pidió el Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Iglesia.
Se debatían en el aula conciliar las enmiendas a este documento. Una intervención del cardenal Montini, luego Pablo VI, hizo resaltar el giro de 180 grados que supone la reforma de la iglesia, por contraste con el triunfalismo de la iglesia postridentida y decimonónica. Al cardenal de Milán le parecía presuntuoso decir que la iglesia es luz para el mundo y abogó por una iglesia humilde. La luz es Cristo, dijo, y la iglesia intenta ser espejo que refleje y transmita esa luz, pero el espejo se ensucia y hay que limpiarlo. El resultado fue que ese documento comenzase con las palabras Lumen gentium: luz de las gentes es Cristo, a reflejarla aspira la Iglesia “señal e instrumento de la unidad de todo el género humano”. Es esperanzador para la Iglesia y para la humanidad que Francisco apueste también en la misma línea por esa limpieza del espejo.
Juan Masiá Clavel es jesuita, profesor de Bioética de la Universidad católica Sophia, de Tokio