Con la caída del sistema comunista en 1989, Francis Fukuyama –un director del Departamento de Estado de Estados Unidos– escribió en el verano de ese mismo año un artículo en la revista National Interest titulado “¿El fin de la historia?”, argumentando que la democracia liberal puede constituir el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la forma definitiva de gobierno y, por lo mismo, establecer “el fin de la historia”. Luego amplió sus teorías en un libro publicado por Macmillan en 1992.
El mensaje de Fukuyama proclamaba el triunfo del liberalismo, confundido en su versión american way of life: puesto que las dictaduras desaparecen y el comunismo claudica, sólo queda un sistema y desaparece la posibilidad de la guerra. Nada más oportuno que las obras de Isaiah Berlin para matizar y, casi diría, refutar tales simplificaciones. En su ensayo Dos conceptos de la libertad, publicado por la Universidad de Oxford en 1958 y en J. S. Mill y los ideales de la vida de 1959, Berlin ya resaltó la necesidad del pluralismo, precisamente para garantizar la libertad, porque “la soberanía del pueblo” puede destruir la libertad del individuo. Lo importante son los límites que se ponen al poder, no qué manos lo detentan; son los derechos y no el poder lo que debe considerarse como absoluto, ciertas fronteras dentro de las cuales el individuo debería ser inviolable. Berlin recoge la tradición de Constant, Tocqueville y J.S. Mill que consideran la democracia como condición necesaria, pero no suficiente, para garantizar los ideales del liberalismo. Este tema es uno de los leitmotiv de los nuevos filósofos franceses, mejor conocidos aquí que Berlin, pese a escribir veinte años más tarde que éste (¿qué esperan nuestras editoriales para publicar completamente al filósofo de Oxford?). Los franceses inciden el tema del pluralismo y con ello a la posible abolición del fundamentalismo.
Berlin, en su ensayo Vico y Herder, recoge la noción –hoy llamada nacionalista– de Herder de que las culturas son comparables pero no conmensurables, que cada nación tiene su propio centro de felicidad interior, como cada esfera su centro de gravedad, el relativismo cultural o la admiración de cada cultura auténtica por ser lo que es, la insistencia en que las civilizaciones deben ser entendidas desde dentro, en términos de su propio estadio de desarrollo, sus propósitos y visiones del mundo. ¿Cómo evaluar culturas que tienen ideales distintos, para los que habrán de implementar medios diversos? ¿Podemos realmente asumir que todo el mundo se va a entusiasmar ineluctablemente con el american way of life? Aquí reside, a mi entender, el persistente peligro de guerra: Si el islam, por ejemplo, no lo ve así, y el fundamentalismo reciente parece indicarlo, si los europeos desprecian los valores e ideales vitales islámicos –como en el siglo pasado despreciaron los de todo el mundo– y si el abismo económico sigue abriéndose entre las dos orillas del Mediterráneo, una guerra no es impensable, provocada por la intransigencia frente al desprecio.
Pensar que los estadios de desarrollo económico de Rostow deben ser válidos para todas las culturas del tercer mundo puede destruir a muchas de ellas. No se trata de pecar de bucólicos, pero quien haya leído La isla de Huxley comprenderá que el televisor y la gasolinera no son, necesariamente, el mejor ideal de vida que puede existir en este mundo. Creo que los entusiasmos de Fukuyama por los países que “han decidido optar por la vía protestante de abundancia y riesgo, en lugar de hacerlo por la vía católica de pobreza y seguridad” suenan a provincianos y pueriles, no sólo porque hay otras religiones tan válidas como esas dos, sino porque detrás de tales ideas se vislumbra el espíritu uniformizador, enemigo de la libertad.
En 1901 el profesor de Cambridge G. Lowes Dickinson, helenista e historiador, publicó Cartas de John Chino en las que explicaba a sus compatriotas que los chinos eran más civilizados que ellos y que no deseaban interferencias extranjeras ni en su economía ni en su cultura. Ahora que han pasado 100 años y los chinos se han encaramado a la hegemonía mundial sin cambiar su cultura ni su sistema político jerárquico, constituyen un ejemplo del pluralismo que apoyaron Berlin o Dickinson y que negó con arrogancia neocon el joven Fukuyama.
Ahora no son los chinos el problema, son los musulmanes y, una vez más, si se optara por el reduccionismo de Fukuyama y se intenta imponer el american way of life en esos países como panacea a sus desajustes con la modernidad, se caerá en un marasmo cultural.
Isaiah Berlin sería el liberal a consultar, en vez del neocon Fukuyama. Aunque Berlin murió hace unos años, sus libros están al alcance de los departamentos de Estado de los países implicados en resolver las tensiones. La historia no se acabó, como pretendía Fukuyama, y no se acabó porque el eurocentrismo o el yanquicentrismo no son correctos: las culturas seculares no se pueden reestructurar como quien se cambia la cara con una operación, porque la operación, si fuera posible, se debería practicar sobre el alma y, como dice Calderón, “el alma sólo es de Dios”, o de la mitología encastada en el subconsciente colectivo, para ponerlo en términos laicos.
Luis Racionero, escritor.