De Blair a Sarkozy

Decía Edgar Neville que si Francia no existiese habría que inventarla. Y es que aunque uno puede amarla o detestarla -desde luego no deja indiferente- sin duda sigue siendo una referencia mundial. En parte por ser el último país que se resiste a abandonar la noción de interés público, frente al desarme general de quienes dicen que el neoliberalismo es la receta mágica que acabará con todos los males. Por eso las elecciones presidenciales francesas tienen un tirón mediático innegable, sobre todo desde que De Gaulle introdujo en 1962 la novedad de que el presidente debía ser elegido por sufragio universal. Circunstancia que sin duda ha convertido al Jefe del Estado francés en un «monarca republicano», pues la V República es la primera de la historia constitucional francesa en la que el presidente tiene un poder real, con arreglo a la Constitución de 1958, surgida de la crisis argelina. A diferencia de las cuatro Repúblicas anteriores que seguían el sacrosanto principio jacobino de que la Asamblea Nacional debía prevalecer frente al Ejecutivo. Por eso cabe señalar como el rasgo distintivo de la historia constitucional de la Francia contemporánea un esfuerzo permanente hacia la recuperación de la forma monárquica desaparecida en 1789. Hay que tener en cuenta que realeza y monarquía no son términos estrictamente equivalentes, ya que puede haber una realeza sin monarquía, como ocurría con los reinos germánicos y una monarquía sin realeza como fue el caso precisamente del Imperio napoleónico.

La elección presidencial tiene esta vez el aliciente de que por vez primera opta al cargo una mujer, la hermosa y distinguida Ségolène Royal, quien dicho sea de paso tiene un apellido singular para ser la candidata del Partido Socialista a la Presidencia de la República. Un duelo tanto más interesante cuanto que Ségolène tendrá que vérselas con Nicolas Sarkozy un candidato conservador nada convencional.

Es imposible predecir si Sarkozy se convertirá en presidente de la República francesa. Las elecciones las carga el diablo y un error de última hora puede hacer cambiar las previsiones en cuestión de días cuando no de horas. No obstante por ahora es sin duda el mejor situado, con el apoyo del 98 por ciento de los miembros de su partido y las encuestas a favor. Lo que está claro es que, de confirmarse su acceso al Palacio del Eliseo, para muchos Sarkozy podría ser el líder carismático que necesita Europa, ahora que Tony Blair está de retirada, diez años después de ganar su primera elección a los cuarenta y tres años, lo que le convirtió en el primer ministro más joven de la historia, y en el único laborista en haber ocupado el 10 de Downing Street tras tres elecciones consecutivas y dieciocho años de thatcherismo. Gracias a esa popularidad que ha puesto recientemente de relieve Stephen Frears en su espléndida película «The Queen» que resulta entre otras cosas un sorprendente alegato de un izquierdista a favor de la monarquía, en el que Blair desempeña un papel estelar.

Nicolás Sarkozy a sus cincuenta y dos años no llegaría al poder con la juventud de Blair. Ni siquiera sería el presidente francés más joven ya que Valéry Giscard d´Estaing tenía cuarenta y ocho años cuando fue elegido en 1974, tras la muerte de Pompidou. No obstante Sarkozy sí es el primer candidato presidencial que se desmarca de la casta política francesa. Y es que este atleta de la política simboliza un nuevo estilo. Para empezar porque a diferencia de Royal no pertenece a la sacrosanta Escuela Nacional de Administración de la que salen el 95 por ciento de los ministros y prácticamente el 100 por ciento de los altos funcionarios que gobiernan y administran la «République», y ha ido escalando la pirámide del poder desde la base a lo largo de treinta años de constante e incansable brega política. Por otra parte también se diferencia de Ségolène en que no es franco-francés, al ser hijo de un aristócrata húngaro emigrado a Francia tras la Segunda Guerra Mundial y tener sangre judía por parte de madre. Sarkozy es pues para muchos un extranjero, un meteco que se ha «colado» en el sanctasanctórum de la política francesa. No sin motivo se le compara con Napoleón, el pequeño corso que transformó Francia -y de paso toda Europa- en apenas tres lustros.

Lo más destacable de Sarkozy es que llega a la cúspide por sus propios méritos, a fuerza de mantener un lenguaje directo y claro, alejado de las elipsis políticamente correctas a las que nos tienen acostumbrados los profesionales de la política, y a que ataca de raíz los problemas obteniendo resultados concretos y palpables. Es el estilo Sarkozy que coge con el paso cambiado a tiros y a troyanos por la vía de ir directamente al grano. Por ello crecientemente se le considera la única persona que puede airear un poco el Estado francés sin romper el equilibrio napoleónico impuesto por De Gaulle y sin que se produzca una rebelión del corte de la de mayo del 68. Gracias a lo cual Sarkozy ha logrado triunfar poco a poco de sus adversarios más correosos, casi todos situados en la derecha, como el propio Chirac, un animal político más que «redoutable», o Dominique de Villepin el elegante primer ministro actual que no ha conseguido la nominación del bloque conservador y al final ha tenido que apoyar públicamente a su rival. Como nos recuerda el periodista Franz Olivier Giesbert en su libro «La tragedia del Presidente (Chirac)», donde el autor hace un apasionante recorrido por los últimos veinte años de la política francesa en el que Nicolas Sarkozy tiene un protagonismo creciente. O Catherine Nay, autora en su día de una sugestiva biografía sobre Mitterrand llamada «El negro y el rojo», quien acaba de publicar una de Sarkozy que lleva el expresivo título de «Un poder llamado deseo».

Es paradójico que según los últimos sondeos Sarkozy tenga su base electoral más sólida entre las mujeres y en los medios sociales más desfavorecidos, y que despierte las reticencias más graves en la derecha tradicional. Aunque poco a poco esta vaya inclinándose a su favor por considerar que es el único que puede poner freno al pangermanismo desbordante de una Ángela Merkel, de quien piensan que a la chita callando va camino de imponer la Mittel Europa hegeliana propuesta por Bismarck y derrotada en las dos Guerras Mundiales del siglo XX. Porque una parte sustancial de la derecha francesa entiende que Alemania avanza hacia el IV Reich y se está convirtiendo tras las últimas ampliaciones en el centro de la Europa de los 27, mediante entre otras cosas un control progresivo de la política energética, gracias a sus acuerdos con Rusia y al desembarco de Eon en España, que ha suscitado la recentísima contra alianza energética de Francia, Holanda y Bélgica. De ahí que incluso los no tan conservadores piensen que sólo Sarkozy podría reequilibrar el eje franco-alemán como motor de la integración europea. Todo un programa que se concreta en el innegable carisma que emana de este hombre, quizá llamado a jugar un papel esencial en el futuro de Francia y de Europa. Como en su día lo desempeñó el laborista Blair, quien por cierto es amigo personal del candidato conservador francés.

Bruno Aguilera, catedrático de Historia del Derecho y director del Instituto de Estudios Jurídicos Internacionales. Universidad Rey Juan Carlos.